Hace unos días adquirí una entrada para uno de los conciertos que va a hacer en Sevilla AC/DC, una de mis debilidades. Será la primera vez que los pueda oír en directo y la última, ya que me han recomendado que no venda también mi otro riñón. Parece que, como sucede con el vino, cuanto más viejos son y menos quedan, más caros salen, y la culpa no la tiene el bueno de Angus Young, sino las macroempresas que monopolizan el negocio y venden los billetes a precios abusivos. Cada vez se parecen más a las compañías aéreas por sus triquiñuelas para rascar hasta el último céntimo, con la diferencia de que las primeras están aún menos vigiladas. Si le parece excesivo el precio base, espere a sumarle los gastos de gestión y de expedición del billete. Se ve que es muy costoso mantener una página web que no soporta largas colas y en la que los bots de las todavía más vergonzosas compañías de reventa de entradas entran como cuchillo en mantequilla. También debe ser caro enviar un PDF (sí, te cobran por la expedición, pero la entrada te la imprimes tú en casa). De lo que cuesta una cerveza en el recinto, mejor ni hablo. Igual va siendo hora de que alguien les pare los pies. Poco bien hacen a la cultura estas prácticas en las que quienes más provecho obtienen ni siquiera acuden al concierto.