Hace poco escribí sobre mis viejos propósitos de Año Nuevo y uno de ellos era empezar a comer en su justa medida. La idea no me vino porque quisiera adelgazar ni nada de eso, sino porque hace tiempo que sé que mi cuerpo –por ahora sano– no iba a tolerar mi anterior estilo de vida muchos años más. Más allá de sentirme mal físicamente a veces, ya se daban situaciones en las que ni si quiera disfrutaba comiendo. Cuando comía todos los dulces que quería siempre tenía la sensación de que todo me parecía empalagoso, desde una galleta a una palmera de chocolate. Comía tantos dulces que ya le había perdido la pista al sabor del azúcar. Ahora, si pruebo un trocito de regaliz me sorprende cada vez que noto esa explosión de sabor, azúcar y químicos varios en mi lengua. Antes, más que estar comiendo en abundancia, estaba derrochando comida, ingiriendo calorías sin necesidad y sin si quiera disfrutarlo. Últimamente, cada vez que veo a mis amigos y a mí mismo viviendo como si tuviéramos tiempo y energías en abundancia, perdiendo el tiempo en un laberinto lleno de frustraciones laborales, personales y de todo tipo, no puedo evitar preguntarme si estamos derrochando nuestras vidas en busca de gotas de satisfacción en vez de disfrutarlas al máximo.