Tenemos en nuestro amado templo del cortado mañanero a dos polluelos a los que el domingo les toca currar: de presidenta una y de vocal el otro. Ambos en el colegio al que vamos la mayoría de los habituales, con lo que los viejillos ya están montando una quedada después de almorzar para ir y tocarles un poco la moral, quejándose de que no hay papeletas, de que hay que esperar demasiado, de... Pero en estas ocasiones, hay que reconocer que un servidor le roba todo el protagonismo a los abueletes. Uno ya ha disfrutado de la fiesta de la democracia dos veces al otro lado de la urna. Y más tarde o más temprano sé que caerá la tercera, que vivo en un barrio donde los maduritos-interesantes-casi-jóvenes somos una rara avis. Así que antes de unas elecciones, en el bar, siempre se reúne el personal en torno a mi figura para asistir atónito a mis sabios consejos sobre cómo planificar lo de yantar, qué hacer con esa raza humana paralela que son los interventores, cómo no dormirte entre las tres y media de la tarde y las cinco cuando no va casi nadie, lo bueno que es adelantar firmas y papeleos, y cómo cuando vas a los juzgados a entregar el resultado, no hay esperándote una txaranga al grito de ¡presidente, presidente! sino un funcionario que tiene las mismas ganas que tú de irse a su casa.
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