Empecemos por los hechos irrefutables: la negativa del PP a cumplir durante cuatro años ya con la renovación de la cúpula judicial, tal como establece la Constitución española, para blindar su representación fruto de su pretérita mayoría absoluta. Así que el PP perpetra una insumisión alevosa a la ley para mantener su hegemonía en los estratos superiores de la judicatura al margen de las urnas, una conducta del todo antidemocrática.
Esta conculcación inédita del Estado de Derecho activa a la mayoría del Congreso para revertir el secuestro del Tribunal Constitucional en el marco de una reforma penal. Y entonces el PP y sus socios de facto Vox y Ciudadanos apelan a ese mismo tribunal para que impida de forma preventiva el trámite parlamentario en la sede de la soberanía popular, a riesgo de convertir a España en un Estado parajudicial en manos de unos magistrados con su mandato caducado para mayor indignidad. Eso acabó ocurriendo ayer al suspender el pleno del Constitucional el debate antes de llegar al Senado, lo que definitivamente alumbra un Estado intervenido por una gente togada que no se somete a la elección directa de la ciudadanía. Un proceder disparatado que denota una actitud golpista. Blanda, pero golpista.
En este contexto demencial, habrá que colegir que un magistrado del TC refractario a la ley, que se atreve a prohibir un cambio legislativo a cargo de los legítimos representantes de la soberanía popular sin esperar a que este se apruebe –para entonces sí ejercer el preceptivo control normativo–, se antoja mucho más dañino para la democracia que un Tejero cualquiera. Para empezar, porque por encima del TC no existe ningún órgano jurisdiccional. Escrito de otro modo: ¿quién juzga al Tribunal Constitucional? ¿Y con qué consecuencias para un Estado de Derecho?
En el fondo de este conflicto que afecta al mismo tuétano de la democracia, al atentar contra la separación de poderes, se halla la incapacidad crónica de la derecha española para reconocer la legitimidad de los gobiernos que no preside. Asistimos en consecuencia a una perversión doble: primero, que el poder le corresponde por naturaleza al conservadurismo panhispánico y cuando no ocurre resulta un accidente histórico; y segundo, que la ciudadanía solo acierta cuando le depara mayorías suficientes. Se impone un concepto patrimonial de la democracia que explica por qué el PP se comporta en la oposición como una fuerza de destrucción masiva capaz de todo.
Este clima de degradación democrática ha mostrado con toda crudeza que los magistrados de la cúpula judicial actúan bajo principio de obediencia debida cuando su orientación ideológica no debiera suponer el acatamiento íntegro del programa de la sigla que los escoge. Una vez superado este entuerto, a ver quién pone el cascabel al gato de la politización extrema de la Justicia.