Todavía quedaba en el mundo del fútbol quien le reclamaba a Leo Messi ganar un Mundial para ponerse a la altura de no sé quién en la historia del balompié y Catar ha asistido al paso del genio argentino por la ultima frontera, la que le conduce directamente a la eternidad. De un plumazo, en poco más de un año, se ha quitado de encima el enorme lastre de perdedor que arrastraba con la albiceleste para, en el ocaso de su carrera, conquistar los dos títulos que seguramente mayor ilusión le han hecho y que le han servido para reconciliarse con un país en el que muchos nunca le han considerado como suyo y en el que la alargada sombra de Maradona siempre le había pesado en exceso. En la fase ya crespuscular de su trayectoria –sigue siendo decisivo por el fútbol que fluye por su cabeza–, solo le falta ya adornar su palmarés –con su estratosférico nivel, más que un Mundial siempre difícil de ganar lo que se echa de menos es alguna Champions más– y decidir la fecha definitiva de pasar a encabezar el listado de los mejores de la historia ya desde el retiro. Porque después de Catar, cualquier atisbo de duda queda ya disipada con goles, liderazgo y Mundial. Nadie ha ganado nunca más colectivamente ni nadie ha jugado nunca mejor individualmente.