Hace días regresaba a casa plácidamente tras una nueva jornada laboral. Era un domingo pasadas las 11 de la noche en Zabalgana. A punto de llegar a mi domicilio, me crucé con dos perros imponentes sin ganas precisamente de que les diera una caricia. Uno de ellos se me acercó peligrosamente haciéndome recular hacia atrás. Le insté amablemente a su dueño a que lo atara. Lejos de amainar la cosa, volví a verme intimidado por el segundo. La situación se tornó delirante cuando un comentario del tipo en cuestión me llegó al alma. ¿Llevas drogas o qué, macho? La verdad es que, tiempo atrás, posiblemente hubiese acabado a tortas con el iluminado de turno. Pensé dos veces que era mejor no avivar el fuego porque, además, tenía todas las de perder con las fieras rondando por ahí. Más calmado ya en casa pero con las pulsaciones aún elevadas, me vinieron a la mente episodios trágicos que han sucedido con niños como tristes protagonistas. ¿Son conscientes los dueños de determinados perros de lo que supone no llevar un animal tan agresivo atado? ¿Es de recibo un comentario de ese calibre en una situación tan embarazosa? El problema es que cualquiera les dice algo. La mayoría, de hecho, quieren más al animal que a su propio hijo. Si encima un día te defiendes, te cae la del pulpo.
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