Ver para creer. Las mañanas de noviembre vuelven a imponer ropa de abrigo. Quizás no como antaño, pero sí alguna capa más que durante el tropical mes de octubre, nuevo apéndice de un verano que parecía no acabarse nunca y que ha puesto en un brete a los comercios textiles de Vitoria y Álava, equipados con todo el arsenal de ropa y calzado para una temporada que, por aquello del cambio climático, ha desaparecido del mapa. Porque el otoño, en el mejor de los casos, se ha difuminado como un azucarillo entre olas de calor, viento del sur, calimas y otros fenómenos que han llegado para quedarse y para modificar el recio carácter de los alaveses, acostumbrados como estábamos a padecer heladas, nevadas, ciclones, diluvios y otros condicionantes tras el verano. A partir de ahora, y si la cosa meteorológica sigue por donde parece que va a seguir, habrá que abrazarse a las chanclas y a las bermudas, a las gafas de sol, a las camisas floreadas y a los daikiris servidos a ras de chiringuito lacustre, porque mar, lo que se dice mar, aún no tenemos. Me imagino que aún quedan legiones de cromañones negacionistas a los que será imposible convencer de las evidencias que indican con claridad que esto del clima ya se ha ido al garete. Quizás la insistencia del sol sobre sus conciencias pueda cambiar su cerrazón.
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