En vísperas de que arranque el Mundial de Qatar, con todo lo que ello supone de puñalada hacia los derechos humanos, también hemos sabido que la Euroliga planea llevar la Final Four del 2023 a Dubái. Sí, una ciudad eminentemente de baloncesto (es guasa). Terrible y, a la vez, desolador. Sinceramente, esto se nos está yendo de las manos desde hace tiempo. Los petrodólares siguen dando gas y oxígeno a un deporte que no está pudiendo resistir la tentación de verse sepultado por un fajo de billetes. En un puñado de años, los jeques y sus acólitos han conseguido entrar en los campeonatos y deportes más exclusivos: fútbol, fórmula 1, golf, ciclismo, pádel… Incluso el ínclito Luis Rubiales ha ideado una Supercopa incalificable en Arabia Saudí. Es la revolución que permite afrontar fichajes multimillonarios incluso en época de vacas flacas, abordar con garantías proyectos de largo recorrido o alimentar el espectáculo con premios de dimensiones siderales. Todos abducidos ya por la pasta fácil con independencia de que se vean corrompidos los fundamentos básicos del juego limpio. ¿Dónde están quedando los valores tan sanos que deberían imperar en el deporte? ¿Por qué este permanente afán de hacer negocio para que se lucren unos pocos? Preguntas sin ningún tipo de respuesta.
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