Tras demasiados días de reseco viento sur y máximas de 28 grados, ya con las luces de Navidad listas para el encendido y toda la chavalería excitada ante la perspectiva de una nueva y cada vez más hiperventilada celebración de Halloween, por fin la lluvia hizo el lunes una tímida aparición en nuestras calles. A ver si el simple hecho de ver brillar la hierba bajo los raíles del tranvía, de sentir que el aire fresco corre por el pasillo de nuestras casas cuando abrimos las ventanas, de contemplar cómo los mustios tallos del perejil de la terraza recobran su vigor, o el de recuperar ese vitorianísimo hábito de sacar la rebequita por si refresca, nos aportan un poco de serenidad, la sensación de que todavía hay cosas inmutables, por muy loco que esté el mundo; de que no hay tanta prisa. A lo mejor si esta vuelta a la normalidad meteorológica dura algunas semanas más se nos atempera esta ansiedad postpandémica por vivir todo ya, por bebernos la vida de un trago, sin saborearla; por celebrar todo lo celebrable y lo que no lo es, por hacer y hacer sin pararnos a ser, por pensar que pensar es una pérdida de tiempo. A lo mejor el sirimiri, pausado y constante, nos empapa y revitaliza; a lo peor las lluvias torrenciales nos terminan de erosionar y nos arrastran, envueltos en fango, hacia ninguna parte.