El coronavirus y todo lo que nos generó aparece ya como algo borroso y un lejano recuerdo en medio de la crisis que nos despluma los bolsillos. A pesar de que, por fortuna, ya hemos recuperado la normalidad sanitaria en la que vivíamos hasta marzo del año 2020, aún tenemos un último símbolo cuya vigencia resulta anacrónica. Volvemos a juntarnos como sardinas en lata en un concierto en la Plaza de Los Fueros, por las calles más céntricas en estos días veraniegos de otoño, en las salas de fiesta, en un centro comercial o en cualquier local hostelero de la ciudad. Después de estar hombro con hombro en cualquiera de esas aglomeraciones, si usted decide volver a casa en transporte público deberá ponerse la mascarilla al acceder al autobús de Tuvisa, el tranvía o en un taxi. Alegan los expertos sanitarios que se trata de un espacio reducido y con escasa ventilación. Esas mismas condiciones, o incluso peores, se dan por en cualquier local de ocio un fin de semana por la noche. No parece serio que con el coronavirus ya en franca retirada, los expertos sigan empeñados en no liberarnos del bozal y mantener como obligatorio su uso. Muchos son los que ya ni se acuerdan de su existencia y en cualquier parada preguntan si no tiene nadie alguna mascarilla de sobra.