En mi comunidad de vecinos estamos ya reflexionando sobre el número de horas diarias que dedicaremos a caldear nuestros hogares cuando llegue el inevitable momento que todo el mundo espera y nadie desea. En breve se volverá a oír circular el agua por los radiadores y habrá que elegir entre tiritar de frío o de miedo por la factura bimensual, y es probable que ni aún así seamos capaces de darnos cuenta de que somos población civil sometida a un asedio en mitad de una guerra. No habrá que salir a la calle a cazar ratas, como cuando los sitios de Zaragoza, pero en nuestra narcisista autopercepción de inventores de la democracia, la imprenta, los bolsos de Louis Vuitton, las colonizaciones, la Seguridad Social y la crianza del vino en barrica no acabamos de asumir que nuestro continente es el escenario de la última guerra proxy y que alguien ha decidido hacer sufrir a millones de personas volando por los aires, o en este caso bajo las aguas, la tubería más gorda que alimenta las calderas del norte y el este de Europa. Los enormes hongos de gas que emanan del Báltico son la prueba evidente de que los derechos humanos, los choques de civilizaciones, los conflictos étnicos y las religiones no son la causa, sino el pretexto, para hacer la guerra.
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