Dentro del anacronismo que supone seguir manteniendo en pie monarquías medievales sufragadas con el dinero de todos, al menos la recién finada Isabel II queda asociada a una imagen de decencia que está lejos de definir a gran parte de sus congéneres en eso de reinar sobre sus súbditos. No hay que irse demasiado lejos –bueno sí, ahora hasta Abu Dabi, donde reside el ciudadano Juan Carlos al que no le gusta que le digan emérito– para encontrar ejemplos de lo que supone caer en la indecencia e, incluso, regodearse en ella al tiempo que solo los cortesanos tienen los bemoles de sostener lo insostenible, todo por obra y gracia de una Transición y un 23-F erigidos en salvoconducto de todo lo sobrevenido posteriormente. Los designios por la gracia de Dios, o por la del caudillo mediador con el Altísimo en este caso, es lo que tienen. Dicho esto, ni todos los reyes y sus descendientes son unos caraduras –aquí se rompió el saco y cayeron demasiados jetas, cierto es–, ni todos los cargos electos mediante sistemas democráticos son ejemplares en sus actos. Y quien diga que a esos se les puede echar cuando vamos a las urnas, tampoco entiende mucho de esto. Porque ahí tenemos a unos cuantos mangantes también, fijos en sus poltronas.