as mujeres afganas cayeron en el olvido apenas unas semanas después de que Occidente saliera huyendo del indómito país asiático, hace ya nueve meses, y ahora acabamos de conocer que allí el burka vuelve a ser obligatorio, poco después de que los talibanes prohibieran el acceso a las niñas a cualquier tipo de educación más allá de la primaria. Salvo alguna honrosa excepción, ningún partido político, institución o asociación de defensa de los derechos de las mujeres se ha rasgado las vestiduras, siquiera mediante un mísero tuit, ante la pena de muerte civil a la que se ha condenado, otra vez, a la mitad de la población de Afganistán, o al menos yo no me he enterado. De lo que me he enterado es del hecho en sí, y ha sido gracias a los denostados medios de comunicación a los que uno mismo, enemigo declarado del corporativismo, atiza en público y en privado siempre que tiene oportunidad. Es de justicia ahora reconocer que en mitad de una guerra europea y a la espera de que estalle una tercera crisis económica de efectos inciertos sobre nuestras vidas, seguimos sabiendo lo que pasa, más o menos, en ese hermético y lejano país. La prensa ya ha hecho su trabajo, aunque aquí en el mundo libre a nadie parezca importarle a estas alturas la suerte de las afganas. l
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