i en la primera fase de la pandemia coronavírica fue el papel higiénico el producto acaparado por excelencia por los consumidores, la guerra en Ucrania ha destapado la querencia ciudadana por el aceite de girasol. Las baldas de los supermercados se vacían a velocidad de vértigo e incluso algunos establecimientos han marcado un tope máximo de botellas por comprador. Eso por no hablar que su precio se ha puesto por las nubes, como tantas otras cosas que llevan tiempo, no solo ahora por culpa de Putin, incrementando su valor de manera descontrolada. A nivel doméstico, me cuesta entender a aquellos que se han lanzado a comprar litros y litros de aceite de girasol, como si se fuese a acabar el mundo si no tuviesen en sus casas reservas para la próxima década. Más aún teniendo en cuenta que el mercado aceitero ofrece muchas alternativas. También parece haber quienes se dedican a comprar en grandes cantidades para tratar de hacer negocio con la reventa cuando vaya quedando menos. Mucho más preocupante es la cuestión para el sector alimenticio, muy dependiente de este aceite para su producción. Y, siendo Ucrania el granero de Europa, al girasol le seguirán los cereales. Quienes gobiernan han de buscar soluciones, pero los ciudadanos no deberíamos volvernos locos.