isiles, bombas y blindados rusos deambulando por territorio ucranio. Tales imágenes coparon ayer la actualidad mediática recordando a propios y extraños que la capacidad humana para hacer el mal es inabarcable. Sin apenas tiempo para desembarazarnos de la pandemia que lleva dos años castigándonos hasta el hartazgo, las ambiciones territoriales, militares y económicas de unos pocos prebostes amenazan con descalabrar las décadas de paz que había logrado atesorar Europa después de autodestruirse hasta en dos ocasiones dejando en ambos casos los campos de batalla repletos de sangre, cadáveres y destrucción de víctimas y verdugos. Pero, me temo, que eso no importa demasiado, de momento, ya que el sufrimiento televisado parece aún lejano. No obstante, el dolor y las lágrimas de los refugiados, de quienes ya han perdido a sus seres queridos o todo aquello por lo que habían trabajado una vida están a las puertas de países que, para su desgracia, conocen a la perfección el sabor de la amargura y de la guerra y que, para nuestra sorpresa, son socios y comparten los mismos valores de quienes vivimos ajenos al ruido de los obuses de Putin y compañía. Supongo que cualquier palabra hueca de más ya no tiene mucho sentido.
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