e siento un tanto perdido. Acostumbrado como estaba a rendir visita con la debida frecuencia a mis bares y tabernas de referencia, este periodo de incertidumbres me está poniendo en un brete. He de confesar al respecto que no acabo de acostumbrarme a alguna de las restricciones impuestas para tratar de contener la expansión del bicho del demonio. Al menos, las ideadas para los locales de hostelería. Tanto es así que, como un reloj, cada día me levanto de mi puesto de trabajo a la hora del café con la sana intención de entrar en la cafetería de mis costumbres para regalar al organismo la cantidad de cafeína necesaria para no desvariar más de la cuenta. Lógicamente, mi necedad dura lo que me cuesta redescubrir que las barras siguen cerradas al público y que mi paseíllo por la redacción, abrigo en ristre, tiene que tener, necesariamente, los pasos contados. Supongo que, como a mí, las medidas impuestas a la hostelería, necesarias por cuestiones de orden y por cuestiones sanitarias, han trastocado la vida a muchos parroquianos. Mi único consuelo ahora pasa por confiar en la raza humana para ver si entre todos somos capaces de comportarnos como Dios manda para recuperar viejas y sanas costumbres.
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