l otro día me encontré por una de las calles del barrio a uno de los viejillos habituales de nuestro querido templo del cortado mañanero, que con cara compungida me preguntó si me acordaba del personaje del rubito aquel -en cristiano y para el resto de los mortales, Steve McQueen- de La gran evasión, cuando le pillan cada dos por tres intentando escaparse y le mandan a la celda de aislamiento con la “pelotita esa”. Le contesté que sí, claro. Y me dijo: “pues así estoy en casa desde que chaparon otra vez el bar”. Tras el confinamiento, tanto para él como para otros de los venerables, volver a nuestro local de café y otras sustancias -con todas las precauciones que tomamos en nuestra segunda casa desde el segundo uno- fue un soplo de aire fresco entre tanta preocupación. Se podía reír, charlar y meterse con todo lo humano y divino durante un ratico. Hoy sigue habiendo miedo entre ellos porque, al fin y al cabo, todos creen que cuando los que saben, hablan de grupos de riesgo se están refiriendo a cada uno de los viejillos, con sus nombres y apellidos. Pero el volver a perder esa cierta rutina, esas conversaciones surrealistas, ese tinto acompañado por las aceitunas robadas a nuestro querido escanciador, esos hasta mañana si el bicho quiere... les ha puesto tristes, mucho más que hace unos meses.
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