ara que luego alguno diga que no puede haber poesía en los bares. Todo lo contrario. Y mucha coña marinera, también. El otro día nos apareció en nuestro querido templo del cortado mañanero uno de los habituales, uno de esos que el sector de los viejillos considera joven aunque hace ya tiempo que no lo es. A lo que vamos. El foco de atención se centró en la oreja derecha. Esa pobre llevaba, para empezar, el hilo de sujeción de la mascarilla. Además, la patilla de las gafas. A eso se unía en este caso, uno de los auriculares del móvil. Por si faltaba algo, en la parte de arriba se sujetaba un cigarrillo rubio, que, por el aspecto, ya llevaba ahí un buen rato. Como hay que decirlo todo, el buen hombre lleva ahí también un pendiente de estos que se incrustan en el lóbulo de la oreja abriendo un círculo vacío que alguno de los venerables ha intentado utilizar alguna vez para hacer malabarismos con los palillos de los pintxos. Vamos, que no cabía nada más en tan poca superficie humana. Tras el cachondeo inicial, uno de los más veteranos del lugar le propuso a nuestro amado escanciador de café y otras sustancias que convoque un concurso poético con el nombre Oda a la oreja, que como esto del bicho va para largo, más de uno va a perder las suyas por el camino.
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