caba de darme un pasmo. Minutos antes de ponerme a escribir estas líneas estaba jacarandoso en la terraza de un establecimiento hostelero del centro de Gasteiz degustando un café. Era un solo, sin azúcar. Una consumición austera. Sobria y sin florituras, propia de un tipo recio como el menda. Servida en una tacita sin adornos y poco más grande que un dedal. Era la primera vez que aposentaba mis posaderas en el velador de aquel establecimiento, un espacio atractivo de primeras al que, salvo un giro dramático de los acontecimientos, no volveré. Casi me da un mal después de contemplar la dolorosa, que revelaba que los dos sorbos que habían consumido el contenido costaban un euro cada uno. Y ahí es donde me entraron los sudores fríos. Menos mal que no se me ocurrió pedir una caña, o peor aún, un combinado de autor de esos en los que abundan las florituras, las piezas de fruta y la decoración. A ver, que yo entiendo que la oferta es libre y que cada consumidor elige según sus necesidades y circunstancias. Faltaría más. Lo que ocurre es que, en ocasiones, creo que hay negocios que confunden la velocidad con el tocino y la presunta calidad con la tontería. Gracias a Dios, son minoría. De lo contrario, mi monedero sufriría famélico.
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