n rápido vistazo al calendario descubre que el verano está a un tris de abandonar estos lares y que, como pocas veces antes, la gente está con la mosca detrás de la oreja. Y no es para menos. Entre oleada y oleada de contagios, el coronavirus permanece entre nosotros campante y el otoño se adivina complicado, tanto en lo sanitario, como en lo social y en lo económico. Lejos están ya aquellos titulares en los que, triunfantes, buena parte de los medios de comunicación informaba de la práctica desaparición de los contagios y de la salida progresiva de los enfermos de las UCI de los hospitales. Sólo han pasado unos meses desde entonces, y los augurios empiezan a tirar hacia el negro. El nefasto espectáculo que están dando algunos gobernantes autonómicos, incapaces de gestionar medidas eficaces que ayuden a parar la pandemia, la revisión a la baja por parte de los organismos económicos de los parámetros que deberían asegurar una pronta y acelerada recuperación y las inconsistencias e improvisaciones de ciertas administraciones a la hora de lidiar con la nueva realidad, desde luego, no ayudan a tranquilizar al personal. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Yo, por si acaso, he decidido buscarla en objetos perdidos.
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