esde que volvió a abrir las puertas nuestro querido templo del cortado mañanero, los viejillos no hablan mucho de ello cuando los jóvenes estamos delante. Sin poder despedirse como es debido en la mayoría de los casos, en estos meses han contando a unos cuantos compañeros de esta o aquella batallita que se han ido para no volver, una lista que, en realidad, nunca deja de crecer pero que con esto del bicho abulta más de lo habitual. Más allá de que en cada caso la procesión va por dentro, hasta marzo se hablaba de la Parca sin perder la socarronería: cuando te mueras, no nos dejes las deudas a los del bar... nos vamos a quedar la mar de tranquilos sin aguantarte... ya vigilaremos con quién se lía tu señora o lo que se tercie... Chorradas, vamos. Pero desde marzo es distinto. Es como si todos estuviéramos un poco mustios, sosos. Ante este panorama, nuestro amado escanciador nos dijo el otro día -dejándonos con los ojos como platos ante la metáfora digital- que alguien debería darle al F5 del mundo para ver si se actualiza o, en su caso, al botón de reiniciar porque el aparato está estropeado. A lo que uno de los veteranos, poniendo los ojos en blanco y mirando el techo, respondió: ¡Señor, llévame pronto!. Y después de mucho tiempo, los viejillos se descojonaron del más allá y del más acá.
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