l miedo a la evolución de la pandemia y sus efectos sobre la sociedad se percibe de modo creciente a medida que transcurre el verano. Cada vez participo en más conversaciones con este argumento de fondo. Lo que empezó como un catarro que se pasa con paracetamol y lavándose las manos -¿se acuerdan?- ha derivado en neumonías y muertes, muchas muertes, de las que aún no hemos tenido tiempo de sobreponernos. Luego vino el confinamiento y empezaron a menguar las cifras de contagiados aunque, en verdad, no se había encontrado solución médica alguna para evitar los contagios. Llegó la desescalada y vino el verano, esa estación en la que teóricamente los virus se cogen vacaciones hasta el otoño. Pero de eso nada. Los infectados han vuelto a multiplicarse hasta el punto de batir récords. La desorientación alcanza proporciones siderales. ¿Qué va a ser de nosotros cuando lleguen de nuevo los tiempos de rutina? ¿Podrán ir los niños al colegio? ¿Podré tomarme una caña en el bar? ¿O ir al cine? ¿O a bailar? ¿O a comer en un restaurante? ¿Seguirá abierta la persiana de mi centro de trabajo? ¿Habrán encontrado la ansiada vacuna? O aún peor y aunque las respuestas a las preguntas anteriores fueran satisfactorias, ¿podremos sobreponernos a tanto estrés y tanto agotamiento?
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