oda la solemnidad que evocan el txistu y el tamboril quedó eclipsada, de forma súbita y a la vez imperceptible, por una honda tristeza, melancolía más bien, que me pilló totalmente desprevenido en este día de La Blanca de 2020 en el que salí a la calle a entrevistar a neskas y blusas para ver cómo llevaban eso de vivir las fiestas como quien hace un trámite administrativo en Zuzenean. Con frustración, echando el freno quien tenía más presencia de ánimo. Sin alegría, tratando de vivir algo parecido a una celebración, quienes tuvieron que hacer un esfuerzo para salir de casa sin saber muy bien a qué. Al pie de la balconada de San Miguel adivinaba en los tonos menores que bajaban a la plaza un aurresku profiláctico, desangelado y con escolta policial, reflejo de un tiempo al que creemos que nos hemos acostumbrado pero que aún nos reserva desagradables golpes de realidad como estas fiestas extraoficiales, liofilizadas y austeras como cuaresma medieval. En estos meses mucha gente ha vivido situaciones tremendamente duras, y lo que queda, y ante eso el bajón de un periodista recién llegado de vacaciones puede parecer banal y hasta ofensivo, pero estoy seguro de no ser el único que acaba de sentir que el bicho también pretende robarnos la espontaneidad y la alegría de vivir.