asta ahora, ninguno de sus tres hijos ha querido que sus pobres polluelos se pasasen parte del verano en la antigua casa del pueblo, pensando que sus querubines eran demasiado cosmopolitas, modernos e importantes como para irse con los abuelos a una de esas localidades perdidas en el mapa con nombre compuesto y campanario hecho una pena. Pero, mira por donde, la presencia del bicho ha hecho que esta vez sea distinto, y que los progenitores, listos ellos a más no poder, hayan decidido que en esta ocasión, julio y agosto se lo pasen los pequeños -aunque alguno tiene ya pelo en sitios visibles y no tanto- conectando su ser con la naturaleza y sus raíces, una vuelta al origen que ellos compartirán en un par de semanas, en cuanto el curro les deje. Esta vez no toca lucir palmito en la playa del momento o beber de la fuente de la sabiduría de alguna capital europea. Y he aquí que el abuelo, habitual viejillo de nuestro templo del cortado mañanero con el que uno puede llegar a tener conversaciones surrealistas sobre la farfolla y los pelos del maíz, lleva días descojonado de la risa porque todavía no les ha dicho ni a hijos ni a nietos que en el pueblo no hay ni internetes, ni cobertura ni leches en vinagre, más allá de que en la tele se ven entre dos, cuatro y seis canales dependiendo el día y cómo venga el viento.
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