egún va aumentando el parecido físico entre el rey emérito y Carlos IV más se acerca su figura a la de Fernando VII, que traicionó a su padre, arriba mencionado, pasó de deseado a felón tras dilapidar el enorme crédito que le concedieron sus súbditos y dejó en herencia, a su prematura muerte, una guerra civil con dos rebrotes. Juan Carlos I ha pasado en diez años de ser intocable a ser indefendible, para desazón de los estamentos y particulares a los que esto les concierne, pues además de jefe del Estado también era la clave que sostenía la bóveda del sistema. Él era la argamasa que unía al Ejército, la judicatura y los partidos alternantes, la razón por la que el Antiguo Régimen, que nunca se fue del todo, y los exmarxistas de corbata recién estrenada se toleraron mutuamente una vez muerto y enterrado Franco. Y aunque con toda seguridad tuvo la última palabra en más supuestos que los que le reconoce la Constitución, su poder se sustentaba en el intangible capital que acumuló siendo así de campechano y de majo, regateando en Mallorca y actuando discretamente, con mayor o menor fortuna, en sus actividades de esparcimiento. De todos sus pecados capitales, la avaricia que le llevó al parecer a ocultar bajo el colchón otros capitales, estos tangibles, pudiera ser el que finalmente definiera su lugar en la Historia.
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