ien, vamos a ver cómo describo la escena. Lugar, nuestro querido templo del cortado mañanero. Por fin, las puertas han abierto con cuatro de las mesas de dentro habilitadas a tal fin y otras dos exteriores, aunque en éstas no se pueden sentar más de dos al mismo tiempo. No hay sitio. El protagonista, uno de los viejillos habituales. Le contemplan 89 primaveras, no sé cuántos hijos y nietos, y creo que ya va por el segundo bisnieto, que ha nacido en plena crisis del ya bautizado de forma oficial en nuestro querido bar como bichito de los huevos. Detalle: desde hace ya unos años, el venerable va con bastón y se mueve con precaución, más que nada porque cualquier posible incidente puede desembocar no ya en un problema físico, sino en una alegre charla con su señora. Bien, pues ahí que el lunes, el buen hombre, después de no pisar el local desde el 13 de marzo, después de tener que hacer un curso acelerado de uso de móvil para hacer vídeollamadas con la familia y amigos, después de no sé cuantas tardes de aplausos, después de más de un día con el miedo metido en el cuerpo, después de... se nos plantó en la puerta del bar, se puso de rodillas, se quitó la mascarilla, alzó los brazos y con lágrimas en los ojos y una sonrisa de oreja a oreja le gritó a nuestro amado escanciador: ¡ponme un txikito!