Creo que me voy haciendo mayor. Aparte de lo que recoge el DNI, que ya es sonrojante, están las sensaciones que emite mi cuerpo, otrora, todo un templo, y que hoy, por desgracia, apenas alcanza la categoría de chamizo. Supongo que es lo habitual cuando uno empieza a coleccionar años con cierta profusión. Aparte de la cruel pérdida del sustrato cabelludo y de la incipiente recrecida abdominal, el cansancio cada vez cuenta más y antes, sobre todo, cuando uno se dedica a trasladar e interpretar aquello que dicen quienes están llamados a regir los destinos de las instituciones que han de garantizar el bienestar de la ciudadanía. Dice el dicho que la experiencia es un grado. Si la sentencia tiene su parte de razón, a mis años la rotación natural de líderes debería haber sido suficiente para oxigenar las neuronas y revitalizar cuerpo y mente. Sin embargo, mucho me temo, nada de eso ha pasado. Sí que han cambiado las personas, pero permanecen las maneras, las ideas y las formas de hacer y proponer, con lo que las novedades y la frescura brillan por su ausencia. Con ello se ha ido fraguando cierto hartazgo vital que parece haberse enquistado en lo más profundo de mi ser y que reacciona con cierta desidia ante cada anuncio institucional. Y es que, ya saben, oveja harta, de su rabo se espanta.
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