En memoria y en recuerdo de Manolo Azcona, –fallecido a los 71 años, figura imprescindible del ciclismo navarro, expresidente de la estructura en la que floreció el Kern Pharma, su alma mater y fundador de la AD Galibier– los ciclistas que se criaron bajo su tutela lucieron un brazalete negro como homenaje a su persona tras su muerte. Duelo sentido en el pelotón. La Vuelta amaneció triste, cabizbaja, dolorida y en silencio para honrar a Manolo Azcona.

Minuto de silencio antes de la salida. Kern Pharma

El equipo, unido en la pena, late con fuerza sobrehumana en la carrera. Se conjuró para dedicarle un triunfo. Llora el equipo navarro en familia la pérdida. De negro el amanecer. Alivio de luto en Cabeza de Manzaneda, donde Pablo Castrillo, desde el altar de sufrimiento extremo, regaló una victoria para siempre a Manolo Azcona.

Una victoria muy especial

Castrillo, alma, corazón y vida, corría para la eternidad. Imparable. “Llevaba su fuerza”, acertó a decir entre jadeos, ciego, inundado por el ácido láctico y la emoción el oscense. Va por ti Manolo. La figura de Manolo Azcona empujó a Castrillo.

En realidad, con él compartía la subida el ciclismo navarro. Como si se tratara de un pelotón entero, de un ejército de piernas al servicio de un obsequio maravilloso, desde el corazón. Manolo Azcona permanecerá para siempre.

Pablo Castrillo, en plena ascensión. Efe

En el Kern Pharma se confundieron las lágrimas tristes de la pérdida y los llantos felices de una victoria de fábula. La vida. Bautismo de júbilo en la Vuelta. Renacer desde el dolor, desde lo más hondo y profundo del ser humano para alcanzar la gloria, una clase de redención para aliviar la pena.

Surgir del eco de la derrota, del vacío existencial, para abrazar el consuelo de una pérdida terrible con un homenaje póstumo. Eso es el ser humano, capaz de levantarse de la desesperanza. De ir al límite. De sobrevivir a los abismos para volver a nacer y encontrarse con la dicha absoluta, la de poder rendir el mejor tributo a la ausencia.

Del infierno al cielo

Desde el infierno hasta el cielo, al que señaló Castrillo. Los brazos elevados para tocar a Manolo Azcona, para sentir su cariño, su fuerza, su ímpetu. “Estoy sin palabras. Se lo dedico a todos mis compañeros y sobre todo a Manolo, que ha fallecido, se lo dedicó a él. He ido pensando todo el rato en él”, aseguró Castrillo, colgado de una nube de emoción tras su mejor victoria. Incomparable. Única. Especial. Imborrable.

Richard Carapaz, que creció en el Lizarte, nodriza del ciclismo base navarro, donde se hizo gigantesca la huella de Azcona, cargó contra el equipo del líder, que provocó su caída la víspera, cuando bloqueó la carrera tras una maniobra vergonzosa, fea fuera de lugar. “Está habiendo una falta de respeto muy grande y se ve mucha prepotencia, no he recibido nada más de ellos”, apuntó Carapaz en la salida, donde pesaba el luto.

Horas antes, Ben O’Connor criticó la sanción por parte del jurado a varios miembros de su equipo por cerrar la puerta a la competición con esa barricada. Al líder le afearon el discurso, insostenible, y el australiano decidió cerrar la cuenta de twitter. El portazo sonó como un signo de exclamación.

Enrarecido el ambiente, el tríptico gallego invitaba a otro fuga, el precepto que exige un territorio comanche. Pablo Castrillo, representante del Kern Pharma, se adentró en busca de la gloria en una decena en la que también palpitaba Óscar Rodríguez, vencedor en La Camperona en 2018, y Marc Soler, que fuera pupilo de Azcona tiempo atrás. El vínculo, el cordón umbilical de Azcona les unía. La avanzadilla se entendió de fábula.

No era necesaria ninguna subasta, pleito o negociación, conscientes los representantes de la escapada que antes de acceder a la Cabeza de Manzaneda, el lugar definitivo, nada tendría demasiado sentido salvo el de mostrar las cartas.

Era prioritario jugar al despiste en una comitiva con Narváez, Meintjes, Tejada, Pool, Verona, Schmid, Vansevenant y los citados Castrillo, Soler y Óscar Rodríguez, báculo de su compañero Narváez.

Calma en el pelotón

En el pelotón, la muchachada de O’Connor adoptó una pose similar al del día de autos. Levantaron el pie y se hamacaron. Observaron el paisaje, las terrazas de la Ribeira Sacra, al detalle. Oda a la vida contemplativa. A diez minutos de la fuga. Oier Lazkano estaba lejos de esas sensaciones. Tocado por una caída, un calvario recorría su cuerpo detrás del pelotón. Desalojado.

La serenidad gobernaba el paso hasta que la ascensión a la estación de esquí de la Manzaneda, el unipuerto de rampas sosegadas que coronaba la jornada, fijara sus condiciones y dictaminara la brújula de la carrera. En agosto no hay esquiadores, ni nieve en la coronilla de la montaña, que da la bienvenida a las bicis.

Solo respiran ciclistas que anhelan subir un telesilla, sin agitar las piernas, porque la Vuelta pesa por acumulación de fatiga. Los kilómetros son polvo en el trastero, termitas en las patas de palo, paisajes pasados, lágrimas en la lluvia.

La apuesta de Castrillo

Soler anunció la guerra en la barbilla del puerto. Giró el tambor. Ruleta rusa. Balas cargadas de intención y esperanza. La pólvora del deseo. Pasiones encontradas. Castrillo se disparó con todo. “Vi que le gente iba muerta y lo aposté todo a diez kilómetros de meta”.

Corría por él y por su equipo, pero sobre todo, por Manolo Azcona. Cabeceaba como si con cada movimiento de su cuello avanzara. Cuerpo y alma. Un redoble de intensidad le dirigía. Desatado.

Schmid, campeón de Suiza, le perseguía. No pudo alcanzarlo. Tampoco Poole, que le apretó. Castrillo era un ciempiés. En la montaña se patea la ruta de los curros, por donde los pastores dirigían sus rebaños a mejores lugares, donde se descansa.

Manolo Azcona, evangelista del ciclismo en Nafarroa, encarriló el camino de cientos de ciclistas. Entre ellos, Pablo Castrillo, que honró su memoria. Va por ti, Manolo. En el nombre del padre.