He seguido entre retortijones de tripas y conciencia el juicio al asesino pederasta de Lardero. Sus testimonios con lengua de trapo sobre cómo perpetró la agresión sexual y acabó con la vida del pequeño Álex superan de largo lo escalofriante. El tipo, de nombre Francisco Javier Almeida –que no se olvide–, contaba las bestiales procacidades a que sometió al chiquillo (no tengo presencia de ánimo para repetirlas aquí) prácticamente como si estuviera explicando lo que comió un día o por dónde estuvo de paseo. Según su cháchara babosa, todo fue una fantasía que se le fue de las manos. Y tuvo el cuajo de terminar su uso de la última palabra en la vista oral pidiendo perdón “a quien haya podido hacer daño”. Todo, sin mostrar la menor emoción ni, desde luego, cualquier atisbo de arrepentimiento. No es difícil empatizar con el tío de la víctima que, después de escuchar al fulano, dijo que le había costado mucho no abalanzarse sobre él.

Como saben, el caso ha quedado visto para sentencia con una petición fiscal de prisión permanente revisable. Habida cuenta de los hechos probados y confesados y de los antecedentes del depredador reincidente, es más que probable que esa sea la condena que le imponga el juez. Estoy convencido de que la inmensa mayoría de quienes están leyendo estas líneas concordarán al cien por cien con tal decisión. Mi duda es si habrá alguien lo suficientemente cínico o canalla como para venir con la estomagante cantinela del “populismo punitivo”. Si lo hubiera, agradecería que nos explicara a los miembros del inculto populacho qué pena purificadora y reinsertadora cabe aplicarle a un monstruo así.