El euskera ha ganado algo más de 260.000 hablantes desde 1993. Es lo que refleja la última encuesta sociolingüística sobre el uso y el conocimiento del idioma en los tres territorios de la demarcación autonómica. El dato invita al clásico del vaso medio lleno o medio vacío. Quizá, cuando empezó el camino de la normalización –una palabra que jamás me gustó–, se albergaron expectativas mayores. Con cierta ingenuidad entreverada de voluntarismo, se dio por hecho que el correr de los calendarios iría aminorando las resistencias viscerales, los topicazos interesados y, en definitiva, la utilización de la lengua en la refriega política.

Por desgracia, estamos comprobando, no solo que no ha sido así, sino que en los últimos tiempos ha habido algo que está entre la involución y el rearme contra el euskera. A las tradicionales siglas que habían hecho bandera de la supuesta discriminación de quienes solo se expresan en castellano se han ido sumando, con creciente desparpajo, algunos de los más progres del lugar. El mismo día en que conocimos los resultados de este informe que nos revela que el euskera ha tenido un avance que no ha supuesto la menor agresión al castellano, la franquicia de Podemos en Gipuzkoa criticó que, por iniciativa de PNV y EH Bildu, la Diputación del territorio fuera a recurrir la sentencia del Superior Vasco de Justicia contra el requisito del euskera en la OPE de Uliazpi. El alucinógeno argumento era que “la normalización se construye mediante acuerdos y consensos y no con recursos y sentencias judiciales”. Bonita forma de defender lo mismo que el PP, por no irnos más a la derecha.