No quiere uno ser cenizo, pero esta película ya la hemos visto. Mientras estamos a otras cosas –una guerra injusta, una inflación galopante que nos deja los bolsillos tiritando, los dos teóricos socios del gobierno español cruzándose navajazos–, aparece en una esquinita de la actualidad la noticia de la quiebra de no sé qué banco en Silicon Valley. Ná, una minucia de la que no hay que preocuparse. Calderilla para la Reserva Federal de Estados Unidos, que pone la pasta para garantizar los depósitos de los atribulados ahorradores. Y a uno le encantaría creer que solo es eso, pero no puede evitar preguntarse por qué tiene que salir Joe Biden en carne mortal a decir que esto es un chaparroncito sin importancia. Leñe, que tenemos fresco el recuerdo de Bush hijo en 2008 jurando (o sea, perjurando) que no había nada por lo que preocuparse.

Exactamente como entonces, los gobernantes a aquel y a este lado del Atlántico insisten en que no hay riesgo de contagio, que el sector financiero es fuerte y tiene un millón de cortafuegos y que ni de broma va a llegar el chapapote a la industria. Todo, mientras las bolsas se dan unos trastazos considerables, con los bancos liderando pérdidas. Para mayor incomprensión y tembleque de rodillas de los profanos, de un rato para otro, hasta se frena la escalada explosiva de los tipos de interés, empezando por el hasta anteayer imparable euríbor. Quizá esta vez sea verdad que no hay motivos objetivos para pensar que estamos en la antesala de la enésima crisis. Pero justo esa es la paradoja: la experiencia demuestra que los motivos objetivos no cuentan. Basta el miedo. Y ya nos los están infundiendo.