Cautivo, desarmado y abandonado hasta por el gato del 10 de Downing Street, como se descuajeringaban los memes de internet, Boris Johnson ha acabado echando la rodilla a tierra. O algo así, porque, en realidad, no consumará su dimisión, según tuvo el rostro de anunciar, hasta que el Partido Conservador escoja a su sustituto, lo que puede tardar un buen rato. Entretanto, se atornilla a la poltrona y, para lo que le queda en el convento, no se priva de ciscarse en sus correligionarios, a los que definió como rebaño en su escocida alocución de ayer.

Aunque nos pille un poco lejos, la resistencia del individuo a abandonar el cargo nos sirve como demostración de que en todas partes cuecen habas bastante poco digeribles. Por lo demás, merece la pena recordar que el mismo tipo al que ahora despiden a patadas fue no hace demasiado el político más popular del Reino Unido y el que cosechó unos de los resultados electorales más espectaculares que de los que hay constancia por aquellos pagos. Alguna cuenta habría que pedirles a quienes le rieron las gracias y, en definitiva, lo pusieron en situación de arruinar el país. También merece una reflexión que, después de haber procurado un roto histórico a los suyos con el Brexit o de haber propiciado la muerte de decenas de miles de conciudadanos con su criminal gestión de la pandemia, lo que empezó a cavar su tumba política fuera su participación en un porrón de fiestas cuando estaba prohibido celebrarlas. Bien es verdad que la puntilla ha sido su ocultación continuada de los abusos sexuales sobre dos hombres cometidos por su conmilitón Chris Pincher. Nadie lo va a echar de menos. l