La primera patada en el estómago fue una esquela junto al mercado de mi barrio. En la foto, un crío con sonrisa de pillo. Una cara que podía haber visto mil veces sin fijarme. Cualquiera de tantos chavales que a los de mi quinta nos parecen casi idénticos. Y que nos recuerdan, más allá de las similitudes físicas, a nuestros propios hijos adolescentes. Quizá por eso el impacto es mayor. Uno no puede evitar pensar… bueno, ya saben qué. Tenía 15 años y se llamaba Karlos. No dejó de bailarme el nombre en la cabeza hasta que en la edición digital de mi propio periódico me asaltó la primera noticia, aún a falta de detalles. Ahí se nos contaba que había aparecido muerto en su cama. Su tía fue a despertarlo y encontró su cuerpo inerte.

No tardamos demasiado en saber algo más. Estaba lleno de moratones de los pies a la cabeza. Todo apuntaba, como se confirmó un poco más tarde, a una muerte violenta. Un homicidio, según el informe forense. Una o varias personas le habían propinado una paliza que, a la postre, resultó fatal. En el momento de escribir estas líneas, la Ertzaintza continúa investigando lo sucedido. Y poco más les puedo contar. Por alguna razón que se me escapa, esta vez no ha habido concentraciones ni declaraciones de condena. Las fiestas de San Pedro siguieron tal cual. A trescientos metros de mi casa y doscientos del domicilio en que Karlos expiró su último aliento, la música siguió atronando. Es verdad que entre trago y trago, en las terrazas o en las txosnas se cuchicheaba sobre lo ocurrido. Pero la dolorosa sensación era que, en general, la muerte violenta de un casi niño no resultaba especialmente anormal. l