unca lo hemos visto antes. El Gobierno español lo niega todo. Dice que no tiene nada que ver en el espionaje de 63 políticos soberanistas catalanes y dos vascos a través de sus teléfonos móviles. Ante la evidencia clamorosa de lo publicado en Estados Unidos, con pelos y señales de las personas que sufrieron el pinchazo y durante cuánto tiempo, la respuesta bien podría haber sido más cautelosa. Habría bastado con asegurar que se va a investigar la denuncia caiga quien caiga. Pero no. El ejecutivo de Pedro Sánchez ha sentido la necesitad de exagerar la nota en plan por quién nos toman y no solo ha bramado un desmentido tajante sino que ha cacareado, por labios de su portavoz, Isabel Rodríguez, que no acepta que se ponga en cuestión la calidad democrática de España.
Dejando de lado que tal calidad democrática, de acuerdo a varios estándares internacionales, está en la zona baja de la tabla, la hiperventilada reacción revela que el gobierno tiene un problemón. Puesto que el espionaje está probado, y dado que la herramienta con la que se llevó a cabo, el tal programa israelí Pegasus, solamente se vende a estamentos gubernamentales, lo que están confesando Rodríguez, Marlaska y Robles es que no vigilan a sus subordinados. Vamos, que como ha ocurrido tantas veces, por las cloacas del estado hay incontrolados que siguen campando a sus anchas y cuentan con financiación públicas para extorsionar sin que nadie se lo haya ordenado a los señalados como enemigos de la patria. Y eso multiplica la gravedad intolerable de la intromisión en la intimidad de (que sepamos) 65 referentes políticos.