s humanamente comprensible que necesitemos dar y recibir buenas noticias sobre la pandemia. Pero eso no justifica la difusión a la ligera de informaciones que induzcan a asentar esperanzas que pueden verse frustradas. Para mi pasmo, es lo que viene ocurriendo desde hace aproximadamente una semana, cuando comenzó a lanzarse la especie de que la variante ómicron puede ser una suerte de traca final del covid. Me preocupa más todavía que tales informaciones, que son más bien expresión de deseos en voz alta, lleven la firma de profesionales sanitarios de amplio prestigio. Digo que me preocupa y no que me sorprende porque, desgraciadamente, desde que empezó esta pesadilla he visto cómo algunas personas de ciencia no han sido capaces de ceder a la tentación de darse un baño de focos. O, sin más, han sido víctimas de los desaprensivos de mi gremio especialistas en provocar titulares a base de triturar los matices.
Ya no es solo el más elemental sentido de la prudencia el que debería llevarnos a no vender la piel del virus que no ha sido cazado. En estos casi dos años ha quedado probado que el triunfalismo de aluvión nos ha ido estrellando con la realidad. Ni esto fue solo el catarro que se juraba al principio, ni por maravillosa que sea la vacunación había un porcentaje que nos aseguraba la inmunidad de grupo, ni cada ola de las anteriores fue la última, como se vaticinó alegremente. Se diría que no hemos aprendido nada de la colección de fiascos. Ojalá, de verdad, ómicron sea solo la variante muy ladradora y poco mordedora que algunos nos pintan. Pero hasta que se demuestre, seamos cautelosos, por favor.