¿Qué tuvieron los ochenta para que vuelva a ellos con cierta frecuencia?
—Fue la época en que fui joven y ¿ a quién no le gusta recordar esa etapa de su vida, en la que te crees inmortal, o piensas que nunca te va clarear el pelo? Bueno, en realidad yo también tengo un recuerdo triste y oscuro, no fue una época fácil, tal vez eso explique ese revival de los 80, al final esas luces y sombras dejan más marca que la placidez, o la estabilidad, que son muy aburridas. Como decía el rockero Luter, la incertidumbre da mucha felicidad.
En todo caso, la suya no es exactamente una mirada nostálgica al uso.
—No, en estas novelas la mirada está hecha desde la actualidad, por un personaje que vive al día, que tiene que lidiar con sus hijos adolescentes... Igual eso precisamente le hace recordar lo gilipollas que puedes ser también con esa edad.
¿Cabe comparar de algún modo los macrobotellones de hoy con aquellos desfases?
—Ahora todos nos comportamos como si nunca hubiéramos bebido o vomitado en la calle, que está mal, pero también estaba mal entonces... También es cierto que yo recuerdo unos Sanfermines que trabajé como barrendero, hará unos 20 años, y cómo la chavalería, por muy borracha que estuviera, nos abría paso, era solidaria, tenía conciencia de clase...
¿Cuánto se parece usted a sus personajes?
—Según mi madre, en todo. Yo le digo que no, que es literatura, pero creo que los dos tenemos razón. Sí tengo que aclarar que, a diferencia del personaje de mis novelas, no soy viudo, porque mucha gente me da el pésame por la calle.
'Tratado de hortografí'a ha salido en México y Chile. ¿Lo entenderán los lectores de allí?
—Sí, está siendo así. En realidad, es una novela en la que el Rock Radikal Vasco (que además tiene muchos seguidores por allí) es solo un escenario de fondo para hablar de otros temas universales, como las relaciones familiares, el duelo, la precariedad... y para hacerlo con humor, que también se entiende en todos los sitios.
Tiene a punto de caramelo otra obra que no tiene mucho que ver con las dos últimas. Esta vez se va más de un siglo atrás.
—En noviembre Harper Collins publica El tren de los locos, una novela sobre el balneario de Santa Águeda, en Arrasate, y cómo cayó en desgracia y en menos de un año se convirtió en manicomio, después del magnicidio del presidente Cánovas del Castillo, en 1897.
Como periodista, le da a todos los géneros. ¿Se queda con alguno?
—Me gustan mucho los diarios y los cuentos, soy un cuentista.
En los textos de opinión, ¿se muerde la lengua?
—Personalmente soy bastante introvertido y tranquilo, pero escribiendo no tengo pudor, aunque sí he aprendido que si tengo que darle estopa a alguien, que sea a alguien que se lo merezca.
También es bibliotecario y se nota que es un trabajo que le encanta.
—Sí, trabajo a media jornada en Ultzama, estoy muy a gusto, y ahora puedo decir por fin que vivo de los libros, aunque no sea solo de los míos.
Para terminar, recomiéndenos un libro que no sea suyo.
—El que estoy leyendo ahora: Elling, del noruego Ingvar Ambjørnsen, que es muy divertido.