- No me importa pasar por un tipo ruin y vengativo que hace leña del árbol caído y se descogorcia de la risa con la desgracia ajena. No, desde luego, si de lo que hablamos es de la tan patética como cómica agonía con luz y taquígrafos de Ciudadanos. Esa especie de terapia de grupo del pasado fin de semana —he visto cenas de empresa con más asistentes— en un palacio de congreso de regional preferente es el retrato a escala de la formación que se va a ir por el retrete de la Historia sin haber acreditado nada más que arribismo, oportunismo, difusión desvergonzada de topicazos falsos, mediocridad estratosférica y, eso sí, ganas de hacer daño. Bueno, todo eso, acompañado de una torpeza indescriptible, porque si hacemos el balance de lo conseguido por la secta naranja desde su irrupción dopada por el Ibex-35, resulta que los objetivos cubiertos no han ido más allá de conseguir poltronas temporales.
- Como tantas veces, las razones del estrepitoso fiasco hay que buscarlas en la condición humana. En la de buena parte de los vividores que se apuntaron al invento para pillar cacho —dejo al margen al pequeño porcentaje que se enroló por convicción—, pero sobre todo, en la de quien ejerció de gurú con pies de barro, que tiene nombre y apellido: Albert Rivera, que ya cuenta con mesa reservada en un sarao del PP en otoño pero que no ha tenido la gallardía de hacerse presente en la voluntarista reunión de aquellos a los que llevó al borde del abismo. Hace poco más de dos años —abril de 2019, qué corta es la memoria— consiguió 57 diputados. Fue la tercera fuerza política del Estado, a tiro de piedra de un PP que se desangraba. Pudo sumar sus escaños a los de un Pedro Sánchez al que, como bien sabemos, le da igual arre que so. De nada sirvió la presión desesperada de sus financiadores. Una pulsión autodestructiva que algún día debería estudiar la psiquiatría lo mantuvo en sus trece.
- En las elecciones que hubieron de repetirse por su obcecación se consumó la profecía que él mismo avanzó en un anuncio con un cachorrito: huele a leche. Y qué leche: diez míseros diputados que prácticamente no sirven en ninguna suma. La ambiciosa heredera del desastre ha ido poniendo más clavos al ataúd con decisiones sucesivas que empeoraban la anterior. Las urnas en Catalunya y Madrid han mostrado que no hay otro camino que el de la irrelevancia. El clavo ardiendo del liberalismo —a buenas horas mangas verdes— no les librará de su destino. Desde los cuatro territorios forales tenemos motivos sobrados para celebrarlo.