Cuando en 2019 a Itziar Pascual le comunicaron que había sido galardonada con el Premio Nacional de Teatro para la Infancia y la Juventud, dotado con 30.000 euros, dijo que se sentía “como una niña con zapatos nuevos”. La metáfora no es cualquier cosa para la dramaturga madrileña, una de las voces más autorizadas en el arte de escribir teatro para niños con una treintena de obras publicadas, traducidas y estrenadas en diversos países. Entre su aclamada producción, se encuentran ‘Mascando ortigas’ (Premio ASSITEJ España), ‘Aire de vainilla’ (XXIV Certamen de la Escuela Navarra de Teatro), ‘Ainhara’ (Premio Luis Barahona de Soto) y ‘Sopa de Libros’ (Premio SGAE de Teatro Infantil 2015).
El jurado valoró entonces que sus temas e historias lograban conectar “con realidades cercanas a través de un lenguaje elegante, bello, culto y poético”, así como “su forma de acercarse a las vivencias de la infancia y de la juventud desde una perspectiva compleja, que profundiza en sus anhelos, luchas y tristezas”. El mundo que habitan los adultos es esencialmente el mismo que el de los menores. Y en una sociedad cada vez más alienada a la dictadura de las pantallas, la experiencia teatral constituye una oportunidad excepcional para el desarrollo infantil.
Las artes escénicas impulsan la esencia formativa y de entretenimiento desde una óptica abierta. Lo hace además con personas de carne y hueso, sin la necesidad de deslizar el dedo para pasar a la siguiente pantalla. Sobre un escenario la educación se hace espectáculo. Que se lo pregunten a Kepa, un donostiarra de 45 años que vio potencial en su hijo, de 9 años. Después de empezar a soltarse en una compañía de teatro de la capital guipuzcoana, el pequeño ha logrado transformarse en multitud de personajes, es capaz de interpretar figuras imaginarias y, añade el padre, “ha descubierto una fuente de expresión” inagotable que le está sirviendo a modo de bagaje pedagógico y educativo.
Además de tener la posibilidad de experimentar qué es eso de la magia del teatro, los chiquillos pueden desarrollar la curiosidad, la imaginación y la improvisación como aspectos fundamentales de la vida. Las artes escénicas se convierten de este modo en herramientas de transformación. Los sentimientos y las emociones se ponen en un primer plano cuando en otros ámbitos de la vida, demasiadas veces, son ninguneados porque entorpecen o simplemente molestan. Se educa y se trabaja la empatía, el valor de ponerse en el lugar de los demás para comprender mejor tanto al otro como a uno mismo.
Sin salirnos de Donostia, en la escuela de artes escénicas de Marga Altolaguirre (MA Studio Lab) se imparten cursos de teatro, canto, expresión creativa y otra serie de géneros y aproximaciones artísticas. En este mismo espacio se anunció el pasado diciembre un taller de teatro musical para niños y niñas a cargo de la actriz, cantante y bailarina Celeste Caruso. Este tipo de iniciativas son cada vez más frecuentes y evidencian la inequívoca apuesta por el público infantil. No solo aprenden a conocer los detalles más básicos del trabajo actoral, sino que juegan, hablan y comparten sus preocupaciones en un espacio común.
Los espectadores del futuro
Es éste un arte efímero y valioso que requiere prestarle atención desde edades tempranas a través de compañías y espacios asentados. “Mucho más que teatro, y nada menos que TEATRO. Si buscas crecer a través del arte y la creatividad disfrutando de todas las posibilidades que nos da nuestro cuerpo y la interpretación este es tu sitio”, dice una usuaria de MA Studio Lab. La oferta cultural para niños es una cosa muy seria; no son solo los espectadores del futuro, también del presente.
El argentino Martin Miguens, más conocido como Martin Kent, está considerado como el transformista más rápido del mundo. En 2021 paseó por los escenarios un espectáculo en el que, durante 90 minutos, sin interrupción ni pausas de descanso, se convertía en 20 personajes distintos, desde Elton John a Lady Gaga pasando por la Maja de Goya. Un biombo negro transparente era lo único que necesitaba para la metamorfosis. En tan solo unos segundos, se maquillaba y se disfrazaba y, como si fuera David Bowie, interpretaba un nuevo alter ego frente al público con resultados asombrosos.
El mimo Miguens (Buenos Aires, 1967) lleva toda la vida preparándose para algo así. Con solo cuatro años empezaron sus primeras actuaciones improvisadas en casa, haciendo reír a su familia con una sucesión de sketches infantiles. Tenía madera. Volviendo a Itziar Pascual, ella concibe la escritura dramática como un barco, en el que las mujeres y los niños están primero; un barco en el que viajan cuatro “elementos innegociables” para la autora: la poesía, la belleza, el humor y la justicia. Eso también es teatro infantil.