ientras Europa se desangra y se descose de manera dramática en su flanco derecho, en el centro de Europa las cosas siguen más o menos como siempre. Bélgica, cuna institucional y política del viejo continente, el país de Tintín, los mejillones con patatas fritas, el chocolate y sus más de mil tipos de cerveza y sus casas de cuento de hadas, funciona con una precisión sorprendente. Partida en dos mitades irreconciliables (la del norte, flamenca; la del sur, francófona), desde 2010 ha pasado largas temporadas sin formar gobierno hasta sumar un total de tres años, un tercio del tiempo. En 2016 estuvieron 541 días sin ejecutivo: récord mundial.
Ni siquiera en plena pandemia sus tres tradiciones políticas (nacionalistas, socialistas y ecologistas) se pusieron de acuerdo para articular un gobierno estable y evitar el vértigo del vacío durante la expansión del coronavirus en 2020. Fueron más de 600 días buscando una coalición a la desesperada. Otro récord.
Los ciudadanos se lo toman medio en broma medio en serio, como una tradición local que ve cómo la conservadora y boyante Flandes (6,5 millones de habitantes) se distancia, pero no mucho, de la izquierdista y más humilde Valonia (3,6 millones de habitantes). La adhesión está asegurada, o eso parece, con la burocrática Bruselas. El Loctite europeo.
Así que a pesar de todas las crisis que llevamos en la última década, incluidos sus tiras y aflojas internos, el país belga ve cómo su economía no para de crecer, cumple con los deberes fiscales y su corazón late con vigor al son del himno europeo. Bélgica no falla. Y no defrauda, tampoco a sus millones de visitantes anuales.
“Me marché de Bélgica para bailar y Arantzazu y yo nos conocimos en Alemania”
“Me encantan las patatas fritas belgas. Se fríen dos veces y son el plato nacional”
“Nos gusta descubrir sitios nuevos juntos, en familia. No nos gusta repetir destino”