En Rebelión en la granja, la celebérrima fábula satírica de George Orwell, los animales expulsan de la finca a los propietarios para articular un autogobierno que deviene en una dictadura atroz. Casi 80 años después de la publicación de tan mordaz parábola, son nuestros hombres y mujeres del campo a quienes les sobran los motivos para protagonizar una verdadera revolución ante la tiranía del implacable mercado. El fundamental, que la renta agraria ha caído en términos reales a niveles de los años 90, pasto de los intereses cruzados de la logística y la industria transformadora, así como de la distribución en última instancia. Un drama, sí, el de los 2.500 agricultores y ganaderos alaveses a título principal. Pero también nuestro, el de todos los demás.

La pérdida geométrica de los márgenes agrarios se agudiza por el incremento de los costes de producción, disparados por encima del 50% en los dos últimos años. Sirvan como evidencias de la tragedia las alzas en 2022 de los fertilizantes (62%), la energía (50%), los piensos (35%) o los productos fitosanitarios (20%). En un contexto de cambio climático para una meteorología extrema e inestable que arruina cultivos y obliga a gastos añadidos en refrigeración o manutención animal. Y sin que la PAC resulte el antídoto para frenar el empobrecimiento del sector, de hecho, la definición de agricultor activo como perceptor de ayudas perjudica al profesional cuyos ingresos dependen del agro. A lo que agregar el impacto acumulativo de la guerra de Ucrania, para redundar en un mayor proteccionismo no solo de Rusia sino también en Norteamérica, y la amenaza para el consumo de alimentos en el Estado español por un aumento interanual de sus precios del 15%.

Ese cúmulo de dificultades no puede resultarnos ajeno por el carácter estratégico del campo, ensalzado esta semana en el encuentro AgroAraba de este periódico. Más allá de en términos de empleo y PIB, por su condición de marca de Álava y como factor clave para su equilibrio territorial y para la sostenibilidad social por anclar población en unos entornos rurales que preservan la naturaleza y la riqueza patrimonial. A los profesionales compete procurar una actividad intensiva a la par que sustentable, empleando los recursos mínimos con la mayor eficiencia en aras a una competitividad determinada por la tecnificación. Y a las instituciones atañe brindar el máximo apoyo, especialmente para un relevo generacional que impida que en diez años el 70% de las explotaciones desaparezca por el retiro de sus titulares.

Los ciudadanos tenemos la última palabra para que nuestra despensa de kilómetro cero perviva, en beneficio propio y del planeta. Si somos lo que comemos, consumamos lo de aquí y además reduzcamos así emisiones y residuos. Ahí les va una terna virtuosa: producto natural –slow food con recetas autóctonas y sabores reales–, economía circular en pro del reciclaje y comercio justo, más cuantos menos intermediarios. Salud.