Me piden del Diario de Noticias de Álava, que cuente recuerdos personales sobre las fiestas de La Blanca de niño en el pueblo y de joven con la cuadrilla.
Pocos recuerdos guardo de las fiestas de La Blanca durante mi infancia en mi pueblo de Aramaio. "Bitorixa" quedaba lejos, al otro lado del tortuoso puerto de Krutzeta, entonces sin asfaltar, y de los desiertos llanos de Albina, sólo poblados por caballos y vacas. De la capital y sus festejos llegaban al valle noticias escasas, que en nuestros oídos infantiles sonaban difusas y distorsionadas. Sí es verdad, que hasta la ciudad se desplazaba algún amante del jolgorio y/o aficionado a los toros. Cuando, después de la partida de mus del domingo, contaban en el bar con acento épico su aventura, la chavalería, que rondábamos por allí, les prestábamos alguna atención, pero tampoco demasiada.
Ingresé más tarde en el Seminario Diocesano de Vitoria-Gasteiz. Los seminaristas, encerrados en el recinto clerical, cenobítico y austero, quedábamos aislados del bullicio festivo por unas tapias, que, sin embargo, no impedían que nos llegaran sus ecos sonoros. Con las hormonas efervescentes, nos invadía un instinto innato de romper normas y caer en la tentación de probar fruta prohibida. Superando prohibiciones y castigos, acechábamos desde la clandestinidad el chupinazo de las seis de la tarde del día cuatro de agosto, las algarabías de txistularis, fanfarrias etc., digiriendo malamente la nostalgia de no poder participar activamente de ese festejo, que percibíamos al otro lado de los muros. Pero de alguna manera participábamos. Convenientemente ataviados de beca roja sobre sotana negra, interveníamos en las ceremonias litúrgicas y en la Procesión de los Faroles, donde más de una vez me correspondió dirigir el canto. Demasiado para un aramaiotarra trasplantado a "Bitorixa".
Con los años, la vida me fue enseñando muchas cosas. Entendí el significado y sentido de la fiesta popular, que hunde sus raíces en lo que tópicamente venimos en llamar "la bruma de los tiempos prehistóricos", cuando a nuestros abuelos prechelenses les entró el vicio de pensar y conjugaron coherentemente religión, descanso y regocijo. El curso de la historia ha mantenido esa inercia humana de buscar un poco de alivio al peso de los quehaceres cotidianos. El trabajo de nuestros días no es tan servil y pesado como el prehistórico o el medieval; pero no por ello deja de ser menos estresante. Quién más quién menos, todos buscamos diversión e intentamos evadirnos de los problemas de cada día. La fiesta es bienvenida para romper la rutina, para saborear actividades distintas de las habituales; sigue conservando su primitivo significado de descanso y de esparcimiento.
Y no hay fiesta sin música, que, según Johan Huizinga, es acción y diversión; es libre, ordenada, extraordinaria, es alegre e impulsiva. Y de la música surge la danza. La manera más completa y divertida de participar en la música es implicando nuestro cuerpo en el movimiento que suscita. Aunque para gozar de la música no sea imprescindible bailar: se puede simplemente escuchar.
En nuestra sociedad avanzada, un determinado formato de música se ha convertido en un espectáculo, al que se asiste mediante pago de entrada. Pero no es el único modo de disfrutar de la música. Existen otras muchas fórmulas, donde los asistentes no son meros espectadores, sino actores implicados en el mundo sonoro del recinto o del espacio abierto. Por ejemplo, en la fiesta popular. La música, como en tiempos pasados, sigue siendo hoy día un valioso elemento de cohesión social.
En cuanto al modo de celebrar la fiesta, cada cual responde con comportamientos, que dependen de su propia circunstancia. Hay temperamentos jaraneros y marchosos, que aprovechan cualquier ocasión para exteriorizar el exceso de vitalidad que llevan encima. No es mi caso. Tengo que confesar que nunca he corrido delante del toro, ni esquivado la taimada acometida de la vaquilla, ni saludado el amanecer con gritos parranderos. Por temperamento y formación, mis oídos gustan más de los contrapuntos de Mozart y Guridi, que del rock duro o del heavy metal. Ello me lleva a protestar enérgicamente por el "ruido", por el exceso de decibelios, por el estruendo implacable que tortura nuestros oídos en el período festivo. Pero este es ya otro tema. Jai zoriontsuak denontzat!
Historia. Si hay un denominador común en el pasado, presente y futuro de las fiestas de Vitoria-Gasteiz es la música. La Banda Municipal de Música y los txistularis, por ejemplo, han sido siempre protagonistas. Y siguen manteniendo su público pese a la llegada de los conciertos en Txosnas o plaza de los Fueros, fanfarres por cualquier calle y otras numerosas propuestas en cada rincón de la zona centro. Mención especial al euskera que ha recuperado el espacio que se merece en la plaza del Machete.