El veredicto del jurado del primero de los cuatro procesos que afectan a Donald Trump ha sido condenatorio por 34 delitos relacionados con la falsificación de documentos mercantiles con la intención de facilitar u ocultar la comisión de otro delito. El expresidente y candidato a la presidencia de Estados Unidos tiene por delante otros tres procesos por presunto intento de fraude electoral en el Estado de Georgia, supuesta incitación subversiva en el asalto al Capitolio para evitar la ratificación de la victoria electoral de Joe Biden y la sustracción y difusión a terceros no autorizados de documentos secretos hallados en su residencia. Con esta hoja de servicios resulta sorprendente desde los principios históricos del procedimiento democrático comprender que el candidato republicano esté en disposición de revalidar la presidencia en las elecciones de noviembre próximo. El cambio de paradigma democrático que convierte las acusaciones de fraude y abuso de poder en activo positivo no se puede comprender sin diagnosticar antes el proceso por el cual la información veraz y fiable se ve desterrada de la práctica política en las democracias de un modo solo comparable a las manipulaciones y control social propios de las dictaduras. La veracidad es una quimera cuando los mecanismos de difusión que han sustituido a los medios informativos carecen del criterio deontológico de la profesión y son meras herramientas de creación de opinión pública a base de noticias falsas, incompletas o manipuladas. Donald Trump no padece el coste de imagen de su condena porque ha combatido los principios democráticos de la separación de poderes y libre expresión copando de afines los primeros y de intereses los segundos. Un fenómeno que se extiende también en Europa, que deslegitima todo lo que no le es afín y llega a permitirse acusar de corrupción al juez que debe dictar su sentencia. Trump está en disposición de dilatar su asunción de responsabilidades penales más allá de las elecciones presidenciales del 5 de noviembre. De esa cita con las urnas puede salir un presidente convicto, sospechoso de usar en beneficio propio los resortes del poder y al que una mayoría social puede devolvérselos para confrontar con el establishment a costa de desmantelar la democracia. Su deterioro debería provocar una mayor alarma.