Las recientes agresiones a políticos alemanes protagonizadas por miembros de organizaciones y partidos ultraderechistas ha disparado, una vez más, la alerta sobre la persistencia y reforzamiento del fenómeno. Su manifestación extrema en forma de violencia no es sino el último estadio de un proceso que reproduce pautas muy evidentes y que se basa en normalizar en la política y los procedimientos democráticos discursos y mensajes que atentan contra el modelo de convivencia. Hay un choque entre la construcción social de un modelo individualista –que huye de las responsabilidades colectivas sobre las que se asienta la convivencia y que vuelca en terceros la responsabilidad de las dificultades que encuentra la satisfacción de sus expectativas– y otro colectivista –que aboga por concentrar la organización de la vida social y económica en un poder público férreo–. En ambos modelos, la alimentación del malestar se convierte en mecanismo de desgaste del sistema de organización política democrática, que acaba siendo objeto de deslegitimación desde los extremos del abanico político. En la actual campaña electoral catalana sorprende cómo el discurso xenófobo identificado con la extrema derecha se ha normalizado en mensajes reiterados, como la identificación de la inmigración con la ocupación de viviendas realizada por Alberto Núñez Feijóo; las minorías, en el punto de mira. El cuestionamiento de la legitimidad de los gobernantes salidos de las urnas es un modo de deslegitimar las instituciones mismas. En la estrategia de crear un pensamiento social favorable a determinados intereses políticos, este populismo acaba reduciendo la democracia no al conjunto de principios y consolidación de derechos que permiten construir entornos de convivencia pacífica sino a un mero mecanismo de acceso al poder mediante el sufragio. El alejamiento de la ciudadanía respecto a la política tiene raíces en esta situación, sin que por ello se libere de responsabilidad una clase política demasiadas veces decepcionante en su proceder. Cuando el fenómeno de señalamiento, polarización y deslegitimación deriva en reacciones exaltadas y violentas, no cabe sorprenderse sino exigir el blindaje de principios y derechos. La radicalidad no es un fenómeno espontáneo sino alimentado y utilizado.
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