La cumbre del G7, iniciada ayer en Hiroshima y que concluirá mañana, ha fijado varios ejes de interés en la configuración de las prioridades estratégicas globales, aunque apenas ha rascado su superficie y la falta de iniciativas concretas ha resultado insuficiente. Sí ha habido consenso entre Estados Unidos, Japón, Canadá, Reino Unido, Alemania, Francia e Italia en la posición común respecto a la invasión rusa de Ucrania, con una estrategia compartida de sanciones contra el régimen de Vladímir Putin a la que se adhiere el socio asiático, consciente de la inestabilidad que el precedente militar en Europa traslada también a su área de influencia. Tokio reconoce en la crisis ucraniana las características del antagonismo estratégico entre China y Taiwán y busca una fórmula disuasoria no militar sobre Beijing: que la tentación belicista resulte cara mediante una respuesta colectiva de los países cuyos mercados interesan al régimen de Xi Jinping. Más allá de esta formulación compartida, han resultado significativas otras dos, aunque les haya faltado llenarse de contenido. En primer lugar, el pronunciamiento en favor de un mundo libre de armas nucleares, que se anunció en la primera jornada, tras una emotiva visita al escenario del primer ataque nuclear de la historia, y que se espera que cierre la cumbre. Una declaración de intenciones sin posibilidad de demasiado recorrido en tanto el número de potencias nucleares es mucho más amplio que los tres vinculados a la cumbre –EEUU, Francia y Reino Unido– y estos no contemplan iniciativas de desarme desde la unilateralidad y menos aún con Moscú implicado en un conflicto bélico en el que amenaza con usar su propio arsenal. La reactivación de una conferencia global de desarme y no proliferación parece estar muy lejos en este momento y ni China o la propia Rusia, ni Corea del Norte, India, Pakistán o Israel parecen contemplarla. El otro aspecto, quizá el más novedoso y de innegable actualidad, por el que también se pasó en la cumbre con una liviana declaración de intenciones es la inteligencia artificial. La carencia de regulación desde criterios técnicos y éticos ha puesto en el disparadero los temores por el potencial de amenaza de esta tecnología pero no ha llevado a más que una voluntad de acelerar su tratamiento legal, sin agenda concreta.