Discurrió por el carril de la insensatez prevista el debate sobre la moción de censura presentada por Vox y defendida por Ramón Tamames. Se materializó el esperpento de un divertimento insano que debió haberse evitado en favor de las instituciones democráticas y de la dignidad de las mismas, que solo se preserva dotándolas de una utilidad contrastable y no como mero escaparate de una mala tragicomedia. La sucesión de argumentos inconexos del discurso del postulante careció de la trascendencia debida porque adoleció de conexión con la realidad. Un triste epílogo a una trayectoria que arrancó marcada por su compromiso con la democracia y ha terminado ejerciendo de adalid de la posverdad. La anhelada España de Tamames aboga por mecanismos para reducir la representatividad de las minorías discrepantes en beneficio del rodillo que permita imponer una concepción nacional que someta todas las realidades no adheridas al modelo homogeneizador. Para justificarla necesitó obviar la verdad de la representatividad del voto o de la existencia de mayorías sociales, políticas y culturales distintas de la uniformizadora que propugna la extrema derecha. En ese sentido, el suyo fue un discurso que en absoluto podría incomodar a sus socios de Vox; aunque estos hayan utilizado lo que de referencial conservara su figura, Tamames les devolvió el favor haciendo suyo el concepto instrumental de la democracia que pretende la ultraderecha, mero mecanismo de imposición de un modelo y no de representación y acogida de los derechos del conjunto de sensibilidades, empezando por la preservación de las minorías. Las secuelas de estos mensajes debilitarán el propio modelo de democracia representativa. Apropiarse de sus mecanismos de representación para trepanar su solvencia es irresponsable salvo que la intención última sea socavar el vínculo del sufragio con la protección de derechos y libertades. Vox ha dado pruebas sobradas buscar que lo escenificado ayer siente la base de una desafección ciudadana hacia esos valores. El mero análisis de lo ocurrido en términos de impacto en el pulso preelectoral entre partidos –si afectó más a Sánchez o a Feijóo– desenfoca las secuelas que puede traer el haber homologado los parámetros del debate político populista y su manipulación de sentimientos. l