La conmemoración ayer, 11 de marzo –aniversario de los atentados yihadistas perpetrados en Madrid en 2004–, del Día Europeo en Recuerdo de las Víctimas del Terrorismo ha vuelto a servir, además de para visualizar de nuevo la lamentable división política existente en el Estado por este motivo, para reivindicar la memoria firmemente asentada en la verdad, la justicia y la reparación de los damnificados. La rotunda y sincera condena al uso de la violencia en cualquiera de sus formas para tratar de desarrollar un proyecto político o condicionar la vida en democracia y la consideración de las víctimas como eje central de las políticas de memoria es la base para una convivencia sana y democrática. Tras décadas de terrorismo que han dejado en nuestro país más de 800 víctimas mortales, es obligado mantener abierta esa página negra de nuestra historia hasta leerla por completo. Experiencias pasadas pero que aún siguen vivas en el recuerdo ponen en evidencia que el silencio y el olvido con los que se intenta enterrar la verdadera memoria sin curar antes las heridas de la barbarie y la sinrazón solo producen más sufrimiento y quebranto de la convivencia. De ahí que el derecho a la verdad sea inalienable. El homenaje organizado por el Gobierno Vasco el pasado viernes en el que se entregaron once nuevas carpetas de memoria a familiares de asesinados por ETA cuyos casos no han sido resueltos pese al mucho tiempo transcurrido –en muchos de ellos, más de cuarenta años– es, en este sentido, un acto que, aunque tarde, supone un reconocimiento expreso a la condición de víctimas y de contundente rechazo al olvido. Se trata de construir un “futuro con memoria y una memoria con verdad”, tal y como reclamó la consejera de Justicia, Nerea Melgosa. Todas y cada una de las víctimas, más allá de quiénes fueran sus victimarios, sin equiparaciones pero sin exclusiones, tienen derecho a la verdad, a que se haga justicia y a que la sociedad les reconozca que los asesinatos de sus seres queridos fueron injustos. Es el principio básico de la deslegitimación de la violencia con fines políticos o ideológicos y, por tanto, la garantía de no repetición. El olvido nunca puede ser aliado de la convivencia a la que aspira una sociedad como la vasca. De ahí que las políticas públicas de memoria sigan siendo tan reparadoras como necesarias.