os resultados de las elecciones al Parlamento Vasco, más allá de su objetivo principal de configurar el gobierno y la gobernabilidad de Euskadi, asentada ésta tras el triunfo del PNV e Iñigo Urkullu (+3) y la suma de mayoría absoluta con su socio en el Ejecutivo, el PSE (+1), permiten asimismo otras lecturas en cuanto a la evolución política -o al menos electoral- de la sociedad vasca. En las elecciones con menos participación de la historia (908.328 votantes, 47,14% de abstención, frente a los 929.051 y 40,24% de 1980), el 39,12% de los votos sumados por los jeltzales suponen su mejor resultado porcentual tras el 41,57% de 1984, después de las inundaciones de 1983 y antes de la escisión de 1985, y el 42,72% de la coalición con EA de 2001. Asimismo, los 248.688 votos logrados por EH Bildu, aunque tampoco son su mayor acopio histórico de sufragios, sí suponen asimismo su mejor porcentaje (27,84%), en su caso por encima del 25% de 2012. La suma del voto abertzale, en consecuencia, alcanza un porcentaje inédito del 66,96%, más de cuatro puntos por encima de aquel 62,63% de las elecciones al Parlamento Vasco de 2001, las de mayor movilización de la historia electoral vasca, que dejó la abstención en un 20%. Es decir, las dos mayores cotas porcentuales de voto abertzale en la CAV se han dado precisamente en las dos convocatorias con mayor y menor participación, lo que certificaría la homogeneidad de esa mayoría social en cuanto a sentimiento identitario en cualquier circunstancia. Mientras, los partidos de obediencia estatal sumarían en el mejor (y más imposible) de los casos -PSE+Podemos+PP-C’s+Vox- un 30,38% de los votos, relativamente acorde asimismo y también por debajo del resultado de 1980, cuando PSE+PCE+UCD+AP lograron el 32,09% de los sufragios. En cuatro décadas, por tanto y con la salvedad de los años más convulsos electoralmente hablando de la primera década de este siglo, cuando la polarización benefició sobre todo al PP, el equilibrio apenas ha sufrido una pequeña variación que, sin embargo, refuerza la necesidad de la transversalidad no solo en la gobernanza de una Euskadi que debe afrontar el tiempo postcovid y el tremendo desafío sanitario y socieconómico que supone sino también para configurar un nuevo diseño acordado de las relaciones políticas entre Euskadi y el Estado.
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