Sin duda, día a día, observamos una cada vez mayor presencia "europea" en aquellas políticas y decisiones que, a priori, entendemos habrían de correspondernos y que, sin embargo, parecería que nos vienen impuestas desde instancias desconocidas, procesos confusos y lejanos y sin participación directa alguna.
El próximo 2014, entre otras cosas, será un año electoral europeo por lo que seremos convocados a las urnas al objeto de elegir un nuevo Parlamento. Una vez más, la cita nos encontrará inmersos en un desánimo colectivo. Observaremos un proceso de configuración de listas desde los principales partidos políticos -en especial los dos mayoritarios en el Estado- que instrumentarán la convocatoria con escaso o nulo interés europeo, centrándose en la solución de sus problemas internos "recolocando" candidatos moviéndose de un puesto a otro (desde su pueblo a Bruselas pasando por Madrid) y conscientes que, al margen de los retos y perfiles recomendables, el sistema informal de cuotas que han establecido cual cartel monopolista, les llevará a repartirse presidencias, mesas, órganos de control y gestión, manteniendo un estatus quo que garantice la continuidad del "dejarlo estar" en beneficio del amplio espectro de funcionarios (o asimilados) que vienen creando una compleja e ineficiente maraña burocrática cada vez más aislada en su propia burbuja y demasiado alejada de los problemas reales que se supone han de intentar resolver, de los procesos democráticos de toma de decisión y de la legitimidad democrática representativa tan necesitada. Asistiremos a un confuso proceso de acuerdos y coaliciones -muchos poco alineados con las ideologías e historia de las formaciones base- obligados por el "Distrito electoral español" interpretando un espacio europeo en beneficio propio gracias al reparto bipartidista regulador de un sistema electoral artificial.
Así el sueño europeo de los "padres fundadores" y de los pueblos y ciudadanos que les seguimos, animados por principios de subsidiaridad, compromiso por el fortalecimiento de la paz y los derechos humanos, empeñados en el desafío democrático, la cohesión social, espacios de libertad y prosperidad, gobernanzas no sólo eficaces y eficientes sino participativas y de corte confederal, en algo más que un mercado o sistema de libre comercio recíproco, se verá, día a día, más como una retórica histórica que como una apuesta por un futuro ilusionante. Seguimos -y seguiremos- apelando a la necesidad de más y mejor Europa pero no nos atreveremos a profundizar en el eslogan ante el temor de no ser capaces de definir su contenido.
En estos días, de la mano de sendos debates y publicaciones del Centro para la Reforma Europea en torno a "la construcción de una moderna Unión Europea: lo que está mal y lo que se debe arreglar" y "el uso de la Tarjeta amarilla" en pleno debate sobre el escaso uso de que ha sido objeto, o del reciente debate y aprobación en Estrasburgo del Marco financiero Multianual para el período 2014-2020, tenemos la oportunidad de repensar algunas de las muchas preocupaciones que sería interesante incorporar al debate preelectoral del próximo mayo. Es de resaltar que los debates en curso parten de una premisa no exenta de un mensaje desalentador: ¿qué podemos hacer sin reformar el tratado vigente? A partir de aquí, sin violentar la premisa de partida, nadie negará la necesidad de un profundo trabajo en favor de una Comisión eficiente e independiente (¿de quién?, ¿de sus dos familias de partidos proponentes -popular y socialista-, de los estados miembros, o del Parlamento del que en realidad sigue sin depender en la práctica?). ¿Qué perfil de Comisarios y qué Presidencia? ¿Qué relación entre la Presidencia y la Comisión con el Consejo de Ministros y los órganos reales de mando? No parece esperable discusión alguna más allá del reparto de nombres, cuyo nombramiento nacerá hipotecado por pactos de Estado y asignación de cuotas.
No obstante, eficiencia y capacidad de gestión que se esgrimirá como llave de la elección, que no solamente radica en la gobernanza de un órgano concreto sino que afecta a todo el proceso legislativo, de toma de decisiones y administraciones, aquejados por el histórico "déficit democrático" arrastrado por años, soportado por los Parlamentos de los Estados Miembro que no pintan nada ni en las decisiones ni en su control, justificando sus políticas y estrategias (industriales, tecnológicas, de innovación energética, sociales -más bien recortes- fiscales,? por citar algunas) en la dependencia europea y diseñadas en función de la "simplicidad de una gestión burocrática uniforme" que permita distribuir fondos y otorgar subvenciones sobre la base de la forma, las cuotas y la capacidad de gestión administrativa vigente y no de objetivos y resultados. No es de extrañar, por tanto, el nulo entusiasmo y escaso avance de la macro estructura paralizante de la que nos hemos dotado.
Con este cascarón no parece esperable un necesario avance, no ya hacia el "Mercado Único, Interior?" sino su deseada transformación en mucho más que un mercado que además de favorecer la supresión de barreras y obstáculos anticompetitivos, mitigue la desigualdad, favorezca el bienestar y recomponga una vuelta a principios y valores fundacionales adecuados a la sociedad y economía del siglo XXI que demanda, por supuesto, las distintas estrategias económicas estrella, como una energía y mercado europeos de verdad, para acometer los efectos del cambio climático y ser competitivos en un mundo que parece mirar cada vez menos a Europa como vanguardia, pero que exige afrontar con solidaridad y realismo el grito migratorio, la desesperanza del desempleo, el silencio de su voz y representación no orgánica, y la no pervivencia de un sistema lento y obsoleto que no quiere reformarse y asumir la inevitable complejidad de su supervivencia creativa e innovadora que propugna en otras materias.
En este marco, la esperanza de algunas medidas implantadas, como el tímido uso del veto parcial que la llamada Tarjeta amarilla incorpora al proceso de creación legislativa comunitaria, posibilitando una cierta oposición desde los parlamentos (y senados) de los estados miembros, como garante de un intento de recuperar el principio de subsidiaridad para evitar la innecesaria intromisión de Bruselas en aquello para lo que ni es necesaria ni la instancia más adecuada para ofrecer mejores resultados (¿No hay nada más urgente e inteligente que obligar a que los equipos de futbol se organicen como sociedades anónimas como si de una panacea uniformizadora se tratara?). Derecho a veto, soportado en la exigencia de una determinada cualificación y alianza razonada. Así, cabría extender su aplicación al conjunto del sistema y no solamente desde la réplica bipartidista en los estados miembros sino desde la riqueza y representación de la Europa real y validarla para aquellos asuntos clave que exige una nueva Europa, empezando por el prometido debate para construir una Europa Federal que anunciaba Durão Barroso, hace dos años, con la aprobación del Tratado de Lisboa.
Tarjeta amarilla que parece, a todas luces, insuficiente. Hoy, parece resultar imprescindible la creación de una Tarjeta ROJA dados los resultados, comportamientos y actitudes si queremos afrontar los retos y ambiciones de una nueva Europa.
Las próximas elecciones (22-25 de mayo), pese a la parálisis crónica, habrían de agitar a Europa. Europa tiene demasiados asuntos críticos sobre su mesa (desde la extensión a países terceros, con un nuevo reto geopolítico bajo la iniciativa Putin-Moscú visualizada en el reciente conflicto-desencuentro ucraniano hacia la generación de un espacio propio incorporando al importante mundo euroasiático, la asignatura pendiente turca, la reconstrucción interna tanto por potenciales nuevos miembros -nada menos que Serbia y el levantamiento del veto a Kosovo- o la extensión de acuerdos preferentes con terceros como el a punto de cerrarse con Estados Unidos y su extensión particular al conjunto del espacio NAFTA, como los movimientos espaciales a la búsqueda de mayor confortabilidad en el seno de la Unión Europea -Escocia, Catalunya, Euskadi?-, hasta la inaplazable capacidad de crear empleo y recomponer un Estado de bienestar, contribuyendo a la paz y la democracia interna y externa?).
Sin duda, mantenerse aferrados al estilo dominante que asegura un statu quo bipartidista y corporativista va bien para sus beneficiarios que tan solo han de sonrojarse muy de vez en cuando ante una tarjeta amarilla. Sin embargo, construir una Europa viable y fiable, generadora de interés y confianza, al servicio de sus pueblos y ciudadanos exige un compromiso mucho más ambicioso. Son muchos los asuntos críticos que nos ocupan y para los que se espera una Europa líder, pacífica, democrática, abanderada del bienestar y la solidaridad. Para asumir ese papel, necesitamos una cita con las urnas en la que no nos veamos obligados a sacarle una Tarjeta Roja. Esperemos que el 2014, también desde la decisión europea, sea un año de bienes y que hagamos realidad nuestros buenos propósitos de año nuevo.