Bilbao. Una gran fábrica. Un par de vigorosas chimeneas humeantes vigiladas por un deposito de agua. Un barco, el exuberante Vizcaya, surcando el mar pleno de potencia, bramando humo. Probablemente nada ilustre mejor el glorioso pasado de Sestao como el dibujo de su escudo. Alejado de la heráldica palaciega, de yelmos, sables, criaturas extraordinarias y ornamentaciones superfluas, la foto de carné de Sestao, su tarjeta de presentación, lo vertebra el símbolo de la industrialización: una factoría. Si bien existen distintas interpretaciones artísticas del blasón, una fábrica mas o menos moderna en su trazo o un barco con el perfil distinto, no ocurre lo mismo con su significado, unido inexorablemente a la idea del trabajo. Hoy, el escudo necesita ser revisado. "Sestao es un desierto industrial", protestan en sus calles lánguidas, ajenas a la exuberancia y el bullicio de los días de gloria. No lo son ahora. El municipio posee la mayor tasa de desempleo de Euskadi: 26% casi once puntos por encima de la media del territorio, que se sitúa en el 15,45 por ciento. Un drama laboral, pero, sobre todo social, que ha generado que Sestao haya perdido la tercera parte de su población desde 1978, cuando cobijaba a 42.905 habitantes, su récord después de las crecidas de varios años propulsadas por la oferta de empleo. Los últimos datos, de 2012, cifran en 28.831 los vecinos empadronados en la localidad. Como en 1963. Un éxodo, pero a la inversa.

La otrora majestuosa fábrica de su escudo no deja de ser a día de hoy un vestigio de otra civilización, un icono amargo, un recordatorio retorcido de aquellos maravillosos años en los que la gran industria producía rica miel metalúrgica para abastecer toda la colmena. El ahora es un solar de recuerdos en el suelo, de fachadas que no lo son, de fábricas muertas, rodeadas de polvo. La herrumbre industrial de un modelo que no soportó el cambio de paradigma. El desmantelamiento del fogoso tejido industrial que propulsó la economía durante un siglo, ha apolillado los cimientos de Sestao, que lucha por reinventarse con diversas iniciativas que pretenden recuperar el empleo con la puesta en marcha de un parque empresarial y otras actuaciones que se realizarán en el municipio y que contarán con la ayuda Europa. A ese hilo de esperanza se agarra Sestao, cuya reciente historia emparenta, con sus particularidades, matices y aristas con la biografía de Detroit, la ciudad que recientemente declaró la bancarrota en Estados Unidos agobiada por las deudas y la incapacidad de gobernar la debacle, el tránsito entre la luz y la oscuridad.

Brillante neón de la industria automovilística, la gran D, como se conoció al gran motor de Michigan, la que fuera cuarta ciudad más poderosa del país por detrás de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, se desmoronó, ajada, boqueante, oxidado su motor, agujereada su carrocería, cuando los grandes fabricantes automovilísticos pegaron un volantazo que cambió para siempre la historia de la ciudad. Ford, General Motors y Chrysler, (The Big Three) concentradas en Detroit, dejaron de producir allí porque les resultaba más barato construirlos en otros sitios. El resultado es una ciudad deshabitada, -Detroit ha perdido más de un millón de habitantes en medio siglo- fantasmagórica, inanimada a causa de la huida provocada por los cierres masivos. Una urbe anegada de trágicos solares, de ruinas industriales, bodegones de naturaleza muerta de ladrillo, cemento y hierro.

La deslocalización que barrió a Detroit, que la desgajó hasta dejarla sobre las esquirlas de su esqueleto, que es lo que es en la actualidad, es la misma historia que sacudió en el hígado al gigante que era Sestao, belén de Altos Hornos de Vizcaya, la empresa más rutilante de la industria vasca del pasado siglo. Una factoría que dio empleo a 13.000 trabajadores en su apogeo, allá por los años sesenta. La industria metalúrgica y el barco, simbolizado por el astillero de La Naval, los iconos de Sestao, eran un purasangre imbatible hace medio siglo. Todo lo podía. El pueblo era un imán para la mano de obra, que encontró en la industrializada Margen Izquierda su El Dorado. En esa orilla de la Ría del Nervión, frontera inequívoca de la lucha de clases, el ala opuesta de la alta burguesía vizcaína, se instaló la industria pesada vinculada al metal a comienzos del siglo XX, un sector que entroncaba con el de la minería.

AHV, la catedral de la industria que escupía fuego y acero, fue el punto cardinal durante décadas de la vida de la zona, su soporte principal, el nutriente del pueblo y de muchas personas que acudieron a ella en busca de su lumbre, del laboro que les llenara la despensa. Su impacto en la economía también alcanzaba al resto, que desde la distancia observaba aquel resplandor rojo en el cielo, su arquitectura de coloso enchepado. La egregia figura de AHV era la huella lumínica del progreso de una sociedad entera, su generador de riqueza. La iconografía de la localidad de Sestao fue, históricamente, el skyline que reproducían la cordillera compuesta por AHV, el relieve de la Babcok&Wilcox, el ajetreo de ABB, a un centímetro de Sestao, o la soldadura de La Naval. Esas y otras fábricas, con el gargantúa de Altos Hornos como vanguardia, engullían a miles de obreros. Además eran el sostén de la industria auxiliar y del comercio de la Margen Izquierda.

La 'balco' y el rock radikal Si AHV era el indiscutible rey del tablero, Babcock&Wilkox era la reina. Fundada en 1918, la empresa se dedicó a la fabricación de bienes de equipo. En la factoría, ideada por un grupo financiero vizcaíno, se producían calderas de vapor, grúas, material ferroviario así como otros equipos industriales. Aquella fábrica necesitó diez gigantescas naves para dar cabida a su producción en los años 20. Después, tuvo que ser ampliada debido a su éxito. Sumó más manos. La actividad, febril, recordaba a la de los hormigueros. En los 70, la Balco, nombre popular de la factoría, empleó a cerca de 5.500 personas. Solo esas dos homéricas factorías se bastaban para dar trabajo a Sestao y otras localidades vecinas, que esprintaban en paralelo a la salud de las enormes fábricas que dinamizaban la economía del pueblo, la comarca y Euskadi.

En ese progreso también sumaba el caballaje de La Naval, otra empresa centenaria, dedicada a la construcción de barcos y que se mantiene a flote con respiración asistida. "Su desaparición sería un mazazo directo con unas consecuencias letales", dijo el alcalde, Josu Bergara, en medio del reciente debate de la devolución de las ayudas a los astilleros. La Naval es el último vestigio de los astilleros vizcaínos de grandes buques tras la reconversión de los 80, cuando cayó Euskalduna. Antes, el principal astillero ocupó 300.000 metros cuadrados. Acodado junto a las grandes industrias que habían tomado por las solapas la margen izquierda de la Ría del Nervión. Al igual que sus hermanas siderúrgicas, los primeros 70 marcaron su esplendor. El mercado demandaba cada vez más petróleo y buques más grandes para su transporte. La actividad en La Naval, uno de los astilleros punteros de Europa, era intensa, pero los felices setenta comenzaron a contraer la sonrisa.

La crisis del petróleo fue el percutor que activó el infernal mecanismo de agonía que explotó en las entrañas de la industria siderúrgica vasca y que produjo el estrangulamiento del sector naval desde el amanecer de los 80, una etapa convulsa también en lo político. Esa lucha se expresó a través del sonido irreverente del Rock Radikal Vasco. La música en Detroit era cosa del Motown. En Euskadi se asentó, principalmente, en las zonas más castigadas por el paro. La Margen Izquierda fue sinónimo de esa lucha y del grito de protesta de infinidad de bandas cargadas de denuncia social. La reconversión industrial, el cierre de los Astilleros Euskalduna fue la bandera que ondeó entre botes de humo y pelotas de goma, abrió una profunda herida Sestao, que observó con rabia cómo a las faraónicas empresas que soportaban la economía, les fallaban las piernas.

Aquellos colosos, que se exhibieron durante décadas como tipos duros y malencarados, como boxeadores de los pesos pesados, comenzaron a enseñar más agujeros que dientes en sus dentaduras tras tantos combates. El tejido industrial fue roído y Sestao quedó desnudo. Altos Hornos de Vizcaya, la protoempresa, realizó su última colada en julio de 1996 antes de mutar en la Acería Compacta de Bizkaia, después absorbida por Arcelor Mittal. De la magnífica estructura de AHV, de su ejército de trabajadores, solo queda un horno. En 1968 fue construido el María Ángeles, estandarte de una época irrepetible, que se creía inagotable. Su nombre es el único ángel que luce en aquel solar triste. Una sala de autopsias. Hoy, esa estructura, que rascó la tripa del cielo, la más alta de España, es un bien de interés cultural, una trozo de industria con pose de escultura, algo que no deja ser una pésima noticia. Como lo fue el cierre de la otrora moderna y adelantada Babcock&Wilcox, que también entregó su acta de defunción.

La era postindustrial de Sestao es un paisaje lunar sin un Neil Armstrong que dé la bienvenida. Solo un vigilante mira el decrépito fuselaje de la Balco, también derrotada por la economía de mercado. El cinturón industrial de Sestao, aquel escaparate de porvenir y futuro, gravita ahora entre escombros y cristales rotos, si quedan, por el cansancio del desuso. El silencio, claustrofóbico, es la banda sonora de una planicie que fue todo ruido, alboroto de máquinas, voces de trabajadores, sirenas que marcaban las horas, el cambio de relevo, el paso casando de los obreros que salían, la energía de los que entraban. Al mausoleo de fábricas le abrazan los arbustos, los hierbajos, que agarran aquella fabulosa historia de tantos y tantos que se restriega por el suelo del olvido.

Imparable vegetación Armazones de hormigón que tienen algo de circo romano, pero sin gladiadores que les den vida. Deprimentes ballenas de forja y ladrillo, varadas, iluminadas en la noche por la luz amarilla del extrarradio y la antorcha fluorescente de los centros comerciales que les dan la espalda, tal vez para no asustarse ante tanta tristeza y gritar de dolor. En ese apocalipsis postindustrial, la franja de fabricas en ruinas, desconchadas su rectangular arquitectura, graffiteadas sus paredes, aniquiladas, se cuelan escenas de ciencia ficción, un caleidoscopio de visiones. Un vergel irrumpe entre la ruina de la civilización, entre las explanadas enmoquetadas de escombros. Un jardín botánico con palmeras, algunas flores caprichosas, arbustos y plantas. Una corona de espinas en los que fueron los palacios del trabajo, ya fallecidos, con la mortaja del olvido y las arrugas de la resignación.

Porque la de Sestao es una historia doliente, una úlcera que no dejó de sangrar desde los 80, la década fatal para la industria, aliviada en parte por el orgullo de Kaiku, coleccionista de banderas en el agua, "Kaiku que tú eres el amo", le canta el pueblo mientras la trainera volaba por el Cantábrico. Lo sigue haciendo. También arengan al Sestao River, que congrega en Las Llanas a la afición en los días de fútbol, magníficos durante un buen tiempo cuando la Segunda división era un asunto cotidiano en el pueblo menguante. Sin trabajo, ya no parecen necesarias las casas que se construyeron deprisa, con premura, para alimentar el éxtasis de la eclosión industrial, destino de emigrantes y apeadero de la sociedad rural, que inició el recorrido hacia las ciudades. El tren transportó a la mayoría hacia el futuro. Los raíles dibujaban un destino mejor.

Aquella flor brillante, el embudo hacia las factorías de miles de personas, es la marchita imagen del apeadero de Galindo, una isla en un paisaje después de la batalla. El hierro de las vías es ahora el camino a ninguno parte. Nadie espera el tren para la fábrica. La estación, lo que queda de ella, es un tabique, algunos bancos de metal, unos apliques de luz y carteles de señalización, asoma como una borrosa postal en un área desmembrada, despellejada del ajetreo que la colonizaba. El apeadero es un trozo de balsa en un océano gris, de ceniza, de cemento y piedra. La estampa de una guerra cargada con la metralla del paro que no ha hecho prisioneros. La polaroid es la de una derrota. Una caída que paró el tiempo, que suspendió el progreso y amontonó dramáticas historias entre las personas, que aunque apaleadas, continúan en pie de lucha.