El Tour descuenta los días para Niza, el encanto de la Costa Azul y las carreteras sinuosas, divertidas y lúdicas por las que disfrutar sin más aspiraciones que la de contemplar la belleza que perdura al tiempo. La Riviera francesa es un deseo, algo fugaz, un lugar aspiracional convertido en una alfombra roja por las playas de cantos rodados.

También el encanto de los poetas que buscaban la inspiración entre gente vivida y disoluta que garabatea pensamientos con el paladar de champagne en el Paseo de los Ingleses. La contemplación del ajetreo con la promesa del sol y la vida bohemia.

A Niza llegará el domingo la carrera con el pulso elevado, el contorsionismo que obligan las bicis aero y el juicio del reloj de una crono, punto de fuga de la Grande Boucle que apunta sin disimulo al meteorito Tadej Pogacar.

Antes, queda la penosa travesía, la fatiga y la supervivencia en los Alpes. Tachado ese escenario de serenidad, los cuerpos, baqueteados y astillados los en los Pirineos, vieron en Nimes su Niza, la que sueñan e imaginan, pero que no alcanzan a ver. Un lugar para una pasión queda, el descanso y la hamaca.

Los martes, al sol, porque el domingo, el día del asueto, no lo será. El pelotón decidió colgarse de la percha del barbecho y rodar con escasa ambición, convencidos de que la única solución posible era el esprint. Hasta que se expresaran las piernas, la dialéctica fue la charla, el costumbrismo y la chanza. Duermevela en el Tour. De siesta.

Philipsen logra su tercer triunfo

Al final se escuchó el grito alegre, victorioso de Jasper Philipsen, que aceleró más que nadie, impulsado por los hombros de titán de Van der Poel. Superó a Bauhaus y Kristoff con enorme contundencia. La alegría del belga era quebranto en Biniam Girmay, que se fue al suelo en una rotonda y se perdió el esprint. Las rotondas son laberintos. Se intuye cómo se entra y no se sabe muy bien cómo se sale. El eritreo se quedó tumbado, en el suelo.

Girmay, dolido, a su llegada a meta. Efe

Lacerado el hombro derecho y con el codo ensangrentado llegó acompañado por dos compañeros, amigos en la derrota, sosteniéndole la mala ventura. Philipsen despertó al Tour del aburrimiento. Sabía como hacerlo.

Repitió el esquema de Saint-Amand-Montrond en un ejercicio perfecto. Una fotocopia. Aquel día, la carrera fue un elogio al tedio. Esa sensación le era familiar al belga, que contó con la liana de Van der Poel, su rampas de despegue.

El arcoíris de Van der Poel le aclaró el aterrizaje victorioso. El tercero. Tres veces Philipsen. Justo hace una semana, también en el día después de la jornada de descanso, contaba su primera victoria en la carrera el veloz belga, hasta entonces afónico y apagado. El solaz y Philipsen son un idilio. Anillados ambos en el mismo escenario.

En Nimes, en la pequeña Roma de Francia, Philipsen se mostró imperial. Nadie pudo aproximarse y empató a tres triunfos con Girmay en los asuntos de velocidad, que parecen agotados para lo que resta de Tour.

Hat-trick para el belga, que acertó otra vez con la diana. Llegó escapado, en realidad. Impecable su victoria. Su disparo retumbó en Nimes para despertar el aburrimiento. Hasta Pogacar, en medio de la broma, esprintó con Politt para divertirse. Eso resume el día.

Chanza y calma

Otra jornada de descanso sin que nadie se rebelara ante ese pacto contrario al espíritu de la competición. Salvo Gachignard, un joven anónimo que atravesada la bisagra de la jornada, se lanzó a ningún lugar entre la melancolía y la languidez, la . Una bandera triste y solitaria.

Son varios los equipos que no han ganado, que ni tan siquiera han merodeado la gloria, pero simplemente elevan los hombros, dando a entender que nada hay contra el destino.

Pogacar esprinta con su compañero Politt. Efe

Por si acaso, miran a los dos lados de la carretera antes de cruzarla. Esa renuncia rellenó el vacío de la etapa. Nunca se sabe con lo azaroso de la existencia, tan aleatoria, inasible, incontrolable.

La desesperada huida hacia delante de Gachignard, era un juguete, una referencia en el horizonte, una distracción. Un paseo para el pelotón, mirando el paisaje, las manos en los bolsillos, silbando su relajo como alguien despreocupado que camina sin rumbo, horario ni necesidad.

Los paisajes sostenían al Tour, que es también turismo, el mejor anuncio del mundo, como le gusta recordar a Christian Prudhomme, director de la carrera francesa. El interés no estaba en la competición ni en la carretera, que asistía a un desfile colorido, un carnaval de maillots en carrozas.

Entretenida la realización con los mosaicos, los monumentos y las ocurrencias. Nada más. Apretaba la canícula; los pedales, espesos. Bochorno camino de Nimes. El tedio otro vez como brújula. El impulso de Philipsen.